Luego de que Oliver terminara de
leer. La hora del almuerzo llego, y fue algo incómodo, igual que en el
desayuno.
Remus se seguía negando a mirar a
Hermione, y su lobo interior no dejaba de gruñir enojado: ¡ES NUESTRA! ¡ACERCATE! Pero él no le hacía caso —trataba de
ignorarlo lo más que podía—, y más que comer, apretaba los puños por debajo de
la mesa.
—¿Lunático? ¿Estás bien? —le preguntó
James en un susurró.
Remus asintió.
Sirius que había estado atento a sus
amigos, miró a James, como diciéndose que tenían que hablar con él después.
Por su parte, Hermione ajena a la
incomodidad de Remus, se dedicaba a mirarlo de reojo. Hoy día era uno de esos
días en que ella quería estar abrazada a él, poner su cabeza sobre su pecho y
escuchar la mejor melodía: el latido del corazón de Remus.
Suspiró, llevándose a la boca el vaso
con sumo de la calabaza.
Minutos después el almuerzo concluyo,
y Padma Patil se ofreció como voluntaria para leer el siguiente capítulo.
—“El
traslador”.
Padma levanto la cabeza del libro y
miró a su alrededor, como esperando que alguien la interrumpiera haciendo
preguntas o soltando comentarios tontos. Sonrió levemente al ver que todos
estaban atentos.
Cuando, en la habitación de Ron, la señora Weasley
lo zarandeó para despertarlo, a Harry le pareció que acababa de acostarse.
—Es la hora de irse, Harry, cielo —le susurró,
dejándolo para ir a despertar a Ron.
Harry buscó las gafas con la mano, se las puso y se
sentó en la cama. Fuera todavía estaba oscuro. Ron decía algo incomprensible
mientras su madre lo levantaba. A los pies del colchón vio dos formas grandes y
despeinadas que surgían de sendos líos de mantas.
—Aun despeinados, nos vemos muy
guapos —dijeron los gemelos.
Angelina, Katie y Alicia rodaron los
ojos ante el egocentrismo de sus ex compañeros de casa.
—¿Ya es la hora? —preguntó Fred, más dormido que
despierto.
Se vistieron en silencio, demasiado adormecidos
para hablar, y luego, bostezando y desperezándose, los cuatro bajaron la
escalera camino de la cocina.
La señora Weasley removía el contenido de una olla
puesta sobre el fuego, y el señor Weasley, sentado a la mesa, comprobaba un
manojo de grandes entradas de pergamino. Levantó la vista cuando los chicos
entraron y extendió los brazos para que pudieran verle mejor la ropa. Llevaba
lo que parecía un jersey de golf y unos vaqueros muy viejos que le venían algo
grandes y que sujetaba a la cintura con un grueso cinturón de cuero.
—Sin duda de esa manera pasara
desapercibido entre los muggles —dijo Lily, mientras que Hermione asentía.
Arthur sonrió orgulloso de su buen
futuro trabajo al vestirse.
—Tienes más sentido común que otros
magos que han querido pasar desapercibido entre los muggles, y lo único que han
conseguido es llamar la atención —comentó Ted.
Harry no podía estar más de acuerdo,
ya que en los mundiales había visto a un viejo mago con un camisón.
—¿Qué os parece? —pregunto—. Se supone que vamos de
incógnito… ¿Parezco un muggle, Harry?
—Sí —respondió Harry, sonriendo—. Está muy bien.
—¿Dónde están Bill y Charlie y Pe… Pe… Percy?
—preguntó George, sin lograr reprimir un descomunal bostezo.
—Bueno, van a aparecerse, ¿no? —dijo la señora
Weasley, cargando con la olla hasta la mesa y comenzando a servir las gachas de
avena en los cuencos con un cazo—, así que pueden dormir un poco más.
—Sí, que suerte la nuestra —susurró
Ron.
—Ten cuidado, Ron, mamá podría oírte
—se burló Ginny.
El pelirrojo se volvió para localizar
a su madre y suspiró aliviado cuando la vio sentada después de seis personas de
donde estaba él.
Harry sabía que aparecerse era algo muy difícil;
había que desaparecer de un lugar y reaparecer en otro casi al mismo tiempo.
—Pero por lo menos a ti te llevo
menos tiempo en aprender a desaparecer que a mí —le dijo Ron a su amigo—. Y no
tuviste que sufrir una despartición.
Sin contar esa vez que estuvimos escapando del Ministerio de
Magia, pensó Ron, y sintió un
estremecimiento.
—O sea, que siguen en la cama… —dijo Fred de
malhumor, acercándose su cuenco de gachas—. ¿Y por qué no podemos aparecernos
nosotros también?
—Porque no tenéis la edad y no habéis pasado el
examen —contestó bruscamente la señora Weasley—. ¿Y dónde se han metido esas
chicas?
Salió de la cocina y la oyeron subir la escalera.
—¿Hay que pasar un examen para poder aparecerse?
—preguntó Harry.
Snape rodó los ojos ante esa
pregunta.
Está claro que la estupidez lo heredo del padre, pensó.
Levanto la mirada y observó a Harry,
sin que este se dé cuenta; y con pesar comprobó que por más cosas buenas
dijeran del chico, el aun lo seguiría detestando por el simple hecho de ser
idéntico al padre.
Pero tiene los ojos de Lily,
le recordó su subconsciente.
Negó con la cabeza y aparto la mirada
de Harry.
—Desde luego —respondió el señor Weasley, poniendo
a buen recaudo las entradas en el bolsillo trasero del pantalón—. El
Departamento de Transportes Mágicos tuvo que multar el otro día a un par de
personas por aparecerse sin tener el carné. La aparición no es fácil, y cuando
no se hace como se debe puede traer complicaciones muy desagradables. Esos dos
que os digo se escindieron.
—¡Merlín! ¡Eso es horrible! —dijo
Alice haciendo un gesto de desagrado.
Todos hicieron gestos de desagrado menos Harry.
—¿Se escindieron? —repitió Harry, desorientado.
—La mitad del cuerpo quedó atrás —explicó el señor
Weasley, echándose con la cuchara un montón de melaza en su cuenco de gachas—.
Y, por supuesto, estaban inmovilizados. No tenían ningún modo de moverse.
Tuvieron que esperar a que llegara el Equipo de Reversión de Accidentes Mágicos
y los recompusiera. Hubo que hacer un montón de papeleo, os lo puedo asegurar,
con tantos muggles que vieron los trozos que habían dejado atrás…
Harry se imaginó en ese instante un par de piernas
y un ojo tirados en la acera de Privet Drive.
Sirius rió entre dientes.
—¡Qué imaginación! —comentó el
animago.
Las mejillas de Harry se colorearon
escarlatas.
—¿Quedaron bien? —preguntó Harry, asustado.
—Sí —respondió el señor Weasley con tranquilidad—.
Pero les cayó una buena multa, y me parece que no van a repetir la experiencia
por mucha prisa que tengan. Con la aparición no se juega. Hay muchos magos
adultos que no quieren utilizarla. Prefieren la escoba: es más lenta, pero más
segura.
—Y también mucho más estimulante, ¿no
lo crees, Harry? —preguntó James a su futuro hijo.
Harry observó a su padre con una
sonrisa.
—Sí, es estimulante —aceptó el
pelinegro—, sobre todo si estas en busca de una snitch.
—Es lo que yo digo —dijo James.
Estúpidos Potters y estúpido quidditch, pensaba Snape luego de escuchar la interacción de padre e
hijo.
—¿Pero Bill, Charlie y Percy sí que pueden?
—Charlie tuvo que repetir el examen —dijo Fred, con
una sonrisita—. La primera vez se lo cargaron porque apareció ocho kilómetros
más al sur de donde se suponía que tenía que ir. Apareció justo encima de unos
viejecitos que estaban haciendo la compra, ¿os acordáis?
El aludido se sonrojó violentamente
al escuchar que muchos se reían de él.
—Sí, que gracioso, ¿verdad? —murmuró
Charlie.
—Pues la verdad que sí, querido
hermano —dijeron los gemelos Weasley al unísono.
—Bueno, pero aprobó a la segunda —dijo la señora
Weasley, entre un estallido de carcajadas, cuando volvió a entrar en la cocina.
—Percy lo ha conseguido hace sólo dos semanas —dijo
George—. Desde entonces, se ha aparecido todas las mañanas en el piso de abajo
para demostrar que es capaz de hacerlo.
Ron rodó los ojos.
—Por supuesto, como ustedes hicieron
todo lo contrario a él —los acusó Ron—. Entonces, Hermione podrías decirme
quienes eran los que se aparecían y desaparecían cada cinco minutos —la voz de
Ron sonaba completamente inocente, pero en realidad quería vénganse de sus
hermanos por todas sus acusaciones anteriores.
—Casi terminan volviéndome loca
—comentó Hermione, sin afán de empeorar las cosas para los gemelos.
—¿Eso es verdad? —preguntó Molly a
sus hijos.
—Bueno… —murmuraron los aludidos.
—Casi te causan un infarto —dijo
Ginny.
—Gracias, hermana —dijo Fred.
—Siempre supimos que podíamos contar
contigo en los peores momentos —completo George.
—De nada —dijo Ginny mirando a sus
hermanos mayores con una sonrisita ladina.
Para ese entonces Molly miraba a sus
hijos como dictándoles su sentencia de muerte. Y ellos se encongieron ante el
futuro gran regaño.
Se oyeron unos pasos y Hermione y Ginny entraron en
la cocina, pálidas y somnolientas.
—¿Por qué nos hemos levantado tan temprano?
—preguntó Ginny, frotándose los ojos y sentándose a la mesa.
—Tenemos por delante un pequeño paseo —explicó el
señor Weasley.
—¿Paseo? —se extrañó Harry—. ¿Vamos a ir andando
hasta la sede de los Mundiales?
—No, no, eso está muy lejos —repuso el señor
Weasley, sonriendo—. Sólo hay que caminar un poco. Lo que pasa es que resulta
difícil que un gran número de magos se reúnan sin llamar la atención de los
muggles. Siempre tenemos que ser muy cuidadosos a la hora de viajar, y en una
ocasión como la de los Mundiales de quidditch…
—Son cientos y cientos de magos los que
se reúnen allí —dijo Bill—, y no es fácil pasar desapercibidos.
—¡George! —exclamó bruscamente la señora Weasley,
sobresaltando a todos.
—¿Qué? —preguntó George, en un tono de inocencia
que no engañó a nadie.
—¿Qué tienes en el bolsillo?
—¡Nada!
—¡No me mientas!
La señora Weasley apuntó con la varita al bolsillo
de George y dijo:
—¡Accio!
Varios objetos pequeños de colores brillantes
salieron zumbando del bolsillo de George, que en vano intentó agarrar algunos:
se fueron todos volando hasta la mano extendida de la señora Weasley.
—No pudimos engañarla esa vez
—susurró Fred a su gemelo.
—Estuvimos tan cerca —susurró a su
vez George.
Fabian y Gideon suspiraron al
escuchar a sus sobrinos.
—Los entendemos, sobrinos. A nosotros
nos pasaba lo mismo con nuestra madre —dijeron los gemelos Prewett.
—Somos unos incomprendidos —dijeron
el par de gemelos a la vez.
Angelina observó de reojo a George y
sonrió. Él aludido sonrojó, pero al final termino guiñándole un ojo.
—¡Os dijimos que los destruyerais! —exclamó, furiosa,
la señora Weasley, sosteniendo en la mano lo que, sin lugar a dudas, eran más
caramelos longuilinguos—. ¡Os dijimos que os deshicierais de todos!
¡Vaciad los bolsillos, vamos, los dos!
Fue una escena desagradable. Evidentemente, los
gemelos habían tratado de sacar de la casa, ocultos, tantos caramelos como
podían, y la señora Weasley tuvo que usar el encantamiento convocador para
encontrarlos todos.
—¡Accio! ¡Accio! ¡Accio! —fue diciendo, y
los caramelos salieron de los lugares más imprevisibles, incluido el forro de
la chaqueta de George y el dobladillo de los vaqueros de Fred.
—Bueno, por lo menos nadie los
juzgará por no ser ingeniosos al momento de tratar de ocultar cosas —comentó
Ted.
—Pero no sirvió de nada —dijo George.
Sirius sonrió.
—Que den gracias a que utilizo un
hechizo, y no… —Sirius no terminó de hablar, James silenciosamente le pidió que
se detuviera. Aún era muy vergonzoso para él recordar los métodos que tenía su
madre para confiscarle las cosas que compraba en Zonko.
—¡Hemos pasado seis meses desarrollándolos! —le
gritó Fred a su madre, cuando ella los tiró.
—Eso no ayudara —dijeron los gemelos
Prewett.
—¡Ah, una bonita manera de pasar seis meses!
—exclamó ella—. ¡No me extraña que no tuvierais mejores notas!
El ambiente estaba tenso cuando se despidieron. La
señora Weasley aún tenía el entrecejo fruncido cuando besó en la mejilla a su
marido, aunque no tanto como los gemelos, que se pusieron las mochilas a la
espalda y salieron sin dirigir ni una palabra a su madre.
La señora Weasley se llevó una mano a
su abultado vientre, sus gemelos revolotearon dentro de ella. No le agradaba
nada escuchar que sus hijos estaban enojados con ella. Los miró de reojo, estos
estaban sonrientes, hablando con sus tíos.
Tal vez debería ceder, solo un poco,
pensaba.
—Bueno, pasadlo bien —dijo la señora Weasley—, y
portaos como Dios manda —añadió dirigiéndose a los gemelos, pero ellos no se
volvieron ni respondieron—. Os enviaré a Bill, Charlie y Percy hacia mediodía
—añadió, mientras el señor Weasley, Harry, Ron, Hermione y Ginny se marchaban
por el oscuro patio precedidos por Fred y George.
Hacía fresco y todavía brillaba la luna. Sólo un
pálido resplandor en el horizonte, a su derecha, indicaba que el amanecer se
hallaba próximo. Harry, que había estado pensando en los miles de magos que se
concentrarían para ver los Mundiales de quidditch, apretó el paso para caminar
junto al señor Weasley.
—Entonces, ¿cómo vamos a llegar todos sin que lo
noten los muggles? —preguntó.
James observó a su hijo; Harry era
idéntico a él —casi como dos copias, si no fuera porque su hijo tenía los ojos
de su amada Lily—, pero en carácter era igual a Lily. Sonrió por una vez más al
tener al fruto de su amor allí, junto a él.
Ahora con más razón haría todo lo
posible por sobrevivir, esta vez su hijo crecería junto a ellos, sus padres.
—Ha sido un enorme problema de organización —dijo
el señor Weasley con un suspiro—. La cuestión es que unos cien mil magos están
llegando para presenciar los Mundiales, y naturalmente no tenemos un lugar mágico
lo bastante grande para acomodarlos a todos. Hay lugares donde no pueden entrar
los muggles, pero imagínate que intentáramos meter a miles de magos en el
callejón Diagon o en el andén nueve y tres cuartos… Así que teníamos que
encontrar un buen páramo desierto y poner tantas precauciones antimuggles como
fuera posible. Todo el Ministerio ha estado trabajando en ello durante meses.
En primer lugar, por supuesto, había que escalonar las llegadas. La gente con
entradas más baratas ha tenido que llegar dos semanas antes. Un número limitado
utiliza transportes muggles, pero no podemos abarrotar sus autobuses y trenes.
Ten en cuenta que los magos vienen de todas partes del mundo. Algunos se
aparecen, claro, pero ha habido que encontrar puntos seguros para su aparición,
bien alejados de los muggles. Creo que están utilizando como punto de aparición
un bosque cercano. Para los que no quieren aparecerse, o no tienen el carné,
utilizamos trasladores. Son objetos que sirven para transportar a los
magos de un lugar a otro a una hora prevista de antemano. Si es necesario, se
puede transportar a la vez un grupo numeroso de personas. Han dispuesto
doscientos puntos trasladores en lugares estratégicos a lo largo de Gran
Bretaña, y el más próximo lo tenemos en la cima de la colina de Stoatshead. Es
allí adonde nos dirigimos.
Lucius Malfoy se pasó una mano por
sus largos cabellos. Estaba harto de escuchar sobre el hijo de Potter y sus
amigos. Y ver que su primogénito no es lo que esperaba, lo enfurecía más.
Estaba a punto de levantarse y de
decirle a Narcissa que no permanecerían en esa sala ni un solo minuto más, pero
cuando se volvió hacia ella, la encontró platicando amenamente con su futuro
hijo —al cual ya había decidido enviar a Durmstrang—. En otro momento no le
hubiera importado, pero ver el nuevo brillo que tenía los azules ojos de su
esposa, lo hizo desistir.
Narcissa había estado tan estresada
con todo lo relacionado con el Señor Tenebroso, y con todas las misiones que le
había encomendado a él. Que ahora, al verla tan tranquila, quizás él podría
soportar estar metido en esa sala un poco más.
El señor Weasley señaló delante de ellos, pasado el
pueblo de Ottery St. Catchpole, donde se alzaba una enorme montaña negra.
—¿Qué tipo de objetos son los trasladores? —preguntó
Harry con curiosidad.
—Bueno, pueden ser cualquier cosa —respondió el
señor Weasley—. Cosas que no llamen la atención, desde luego, para que los
muggles no las cojan y jueguen con ellas… Cosas que a ellos les parecerán
simplemente basura.
Lucius sonrió con malicia.
¿Cosas que parezcan basura? Tal vez deberían buscar en la casa
de Weasley, pensaba Lucius, dirigiéndole la
mirada más arrogante que poseía a Arthur.
Arthur por su parte no sabía porque
Lucius Malfoy lo miraba de esa manera, pero él decidió hacer lo más sano en ese
momento, ignorarlo.
Caminaron con dificultad por el oscuro, frío y
húmedo sendero hacia el pueblo. Sólo sus pasos rompían el silencio; el cielo se
iluminaba muy despacio, pasando del negro impenetrable al azul intenso,
mientras se acercaban al pueblo. Harry tenía las manos y los pies helados. El
señor Weasley miraba el reloj continuamente.
Cuando emprendieron la subida de la colina de
Stoatshead no les quedaban fuerzas para hablar, y a menudo tropezaban en las
escondidas madrigueras de conejos o resbalaban en las matas de hierba espesa y
oscura. A Harry le costaba respirar, y las piernas le empezaban a fallar cuando
por fin los pies encontraron suelo firme.
—¡Uf! —jadeó el señor Weasley, quitándose las gafas
y limpiándoselas en el jersey—. Bien, hemos llegado con tiempo. Tenemos diez
minutos…
Hermione llegó en último lugar a la cresta de la
colina, con la mano puesta en un costado para calmarse el dolor que le causaba
el flato.
Ante la mención del nombre de la
castaña, Remus no pudo evitar mirarla, pero rápidamente se reprendió a sí mismo
por haberlo hecho.
Su lobo interior gruñó lleno de ira,
por dejar de mirarla.
¿Cómo pude ser tan vil? ¿Cómo pude engatusar a una pobre chica?, se reprendía mentalmente Remus. Debo tratar lo menos posible con ella.
El lobo volvió a gruñir.
—¡SI TÚ NO LA QUIERES, PUES YO SÍ! —gritó
encolerizado el lobo—. ¡LA QUIERO! ¡YA ES
MÍA!
¡NO! ¡DÉJALA EN PAZ!,
gritó internamente Remus, completamente asustado de que el lobo que vivía en
él, lo controlará. De que controlará al hombre.
—¡ELLA
ES MÍA! ¡Y LO QUE LLEVA EN EL VIENTRE TAMBIÉN!
Remus empalideció.
—¿Estás bien, Lunático? —le preguntó
James poniendo una mano sobre su hombro.
Lupin asintió.
Pero era obvio que ni James ni Sirius
le creían. Remus estaba tan pálido como si la luna llena estuviera cerca.
Automáticamente ambos animagos
miraron a la causante —indirectamente— del estado de su amigo.
—Antes de irnos a dormir tenemos que
hablar muy seriamente con él —dijo James a Sirius. Este asintió, estando de
acuerdo.
—Ahora sólo falta el traslador —dijo el señor
Weasley volviendo a ponerse las gafas y buscando a su alrededor—. No será
grande… Vamos…
Se desperdigaron para buscar. Sólo llevaban un par
de minutos cuando un grito rasgó el aire.
—¡Aquí, Arthur! Aquí, hijo, ya lo tenemos.
Harry sintió que un escalofrío le
recorría toda la espina dorsal. Esa era la primera vez que veía al padre de
Cedric… y luego otra imagen de ese hombre arrodillado, llorando sobre el cuerpo
de su hijo.
Ginny se dio cuenta del estado
apenado de su novio, y lo tomo de la mano, apretándole ligeramente los dedos,
demostrándole su apoyo.
Harry la observó por unos minutos
agradeciéndole el gesto, y luego volvió su vista al frente.
Al otro lado de la cima de la colina, se recortaban
contra el cielo estrellado dos siluetas altas.
—¡Amos! —dijo sonriendo el señor Weasley mientras
se dirigía a zancadas hacia el hombre que había gritado. Los demás lo
siguieron.
El señor Weasley le dio la mano a un mago de rostro
rubicundo y barba escasa de color castaño, que sostenía una bota vieja y
enmohecida.
—Éste es Amos Diggory —anunció el señor Weasley—.
Trabaja para el Departamento de Regulación y Control de las Criaturas Mágicas.
Y creo que ya conocéis a su hijo Cedric.
—Sí, ya lo conocíamos… —dijo George—.
Y la verdad es que no teníamos muy buenos recuerdos con él.
George estaba esperando a que su
gemelo dijera algo para complementar su comentario, pero los segundos pasaban y
Fred seguía en silencio.
—¿Qué pasa, Greg? —le preguntó.
—Sabes… —murmuró Fred—, ahora que lo
pienso, de seguro que yo debo estar compartiendo el Cielo con Cedric…
—¿Q-qué…? —a George no le gustaba
nada recordar que su gemelo estaba muerto—. No hables de eso… No me gusta
—George tenía lo puños apretados.
—De acuerdo —dijo Fred, dándose cuenta
de que su gemelo se había puesto pálido y que su ceño se había fruncido
ligeramente.
Cedric Diggory, un chico muy guapo de unos
diecisiete años, era capitán y buscador del equipo de quidditch de la casa
Hufflepuff, en Hogwarts.
—Hola —saludó Cedric, mirándolos a todos.
Todos le devolvieron el saludo, salvo Fred y
George, que se limitaron a hacer un gesto de cabeza. Aún no habían perdonado a
Cedric que venciera al equipo de Gryffindor en el partido de quidditch del año
anterior.
—Y sumándole que estaban enojados por
haber perdido sus golosinas de broma —comentó Alice—. Eso no será bueno.
—¿Ha sido muy larga la caminata, Arthur? —preguntó
el padre de Cedric.
—No demasiado —respondió el señor Weasley—. Vivimos
justo al otro lado de ese pueblo. ¿Y vosotros?
—Hemos tenido que levantarnos a las dos, ¿verdad,
Ced? ¡Qué felicidad cuando tenga por fin el carné de aparición! Pero, bueno, no
nos podemos quejar. No nos perderíamos los Mundiales de quidditch ni por un
saco de galeones… que es lo que nos han costado las entradas, más o menos.
Aunque, en fin, no me ha salido tan caro como a otros…
Amos Diggory echó una mirada bonachona a los hijos
del señor Weasley, a Harry y a Hermione.
—¿Son todos tuyos, Arthur?
Sirius soltó una risita.
—Bueno, solo los pelirrojos, pero todavía
faltan que lleguen tres más —Sirius le susurro a James.
James también rió entre dientes. Pero
guardo silencio cuando Lily lo miró con una ceja alzada.
—No, sólo los pelirrojos —aclaró el señor Weasley,
señalando a sus hijos—. Ésta es Hermione, amiga de Ron… y éste es Harry, otro
amigo…
—Y aquí vamos de nuevo —dijo Ron burlándose
de su amigo.
Harry hizo un gesto de incomodidad.
—¡Por las barbas de Merlín! —exclamó Amos Diggory
abriendo los ojos—. ¿Harry? ¿Harry Potter?
—Ehhh… sí —contestó Harry.
Harry ya estaba acostumbrado a la curiosidad de la
gente y a la manera en que los ojos de todo el mundo se iban inmediatamente
hacia la cicatriz en forma de rayo que tenía en la frente, pero seguía
sintiéndose incómodo.
Severus rodó los ojos exasperado con
el hijo de Potter.
—Ced me ha hablado de ti, por supuesto —dijo Amos
Diggory—. Nos ha contado lo del partido contra tu equipo, el año pasado… Se lo
dije, le dije: esto se lo contarás a tus nietos… Les contarás… ¡que venciste a
Harry Potter!
—Bueno, no llego a contarle a sus
nietos nada —murmuró Ron—, si ni siquiera llego a tener hij…
—¡Ron! —lo reprendió Ginny—. ¡Cierra
la boca! —e hizo un gesto hacia Harry, el cual se encontraba apesadumbrado.
Ron no dijo nada más, y miró hacia
otro lado, con las orejas rojas.
A Harry no se le ocurrió qué contestar, de forma
que se calló. Fred y George volvieron a fruncir el entrecejo. Cedric parecía
incómodo.
—Harry se cayó de la escoba, papá —masculló—. Ya te
dije que fue un accidente…
—Sí, pero tú no te caíste, ¿a qué no? —dijo Amos de
manera cordial, dando a su hijo una palmada en la espalda—. Siempre modesto, mi
Ced, tan caballero como de costumbre… Pero ganó el mejor, y estoy seguro de que
Harry diría lo mismo, ¿a que sí? Uno se cae de la escoba, el otro aguanta en
ella… ¡No hay que ser un genio para saber quién es el mejor!
—Por lo visto, Amos no ha cambiado
nada —dijo James con cierta molestia.
—¿Lo conociste? —se atrevió a
preguntar Harry.
—No mucho, pero lo poco que pude
conocer de él, es que era muy boca suelta —contestó James con el ceño fruncido.
Harry decidió no hacer más preguntas
a su padre, ya que no quería saber nada de ese pobre hombre. Quizás si sea un
poco boca suelta, pero el dolor que vio en él al verlo allí… junto al cuerpo de
su hijo, eso Harry nunca lo olvidaría.
—Ya debe de ser casi la hora —se apresuró a decir
el señor Weasley, volviendo a sacar el reloj—. ¿Sabes si esperamos a alguien
más, Amos?
—No. Los Lovegood ya llevan allí una semana (Oh, sí, lo recuerdo —dijo Luna—, papá quería ir con anticipación
a los juegos porque quería que viera a los Kweert.
Nadie dijo nada al respecto, porque ya estaban acostumbrados a las extrañas
criaturas que la rubia y su padre solían ver), y los Fawcett no
consiguieron entradas —repuso el señor Diggory—. No hay ninguno más de los
nuestros en esta zona, ¿o sí?
—No que yo sepa —dijo el señor Weasley—. Queda un
minuto. Será mejor que nos preparemos.
Miró a Harry y a Hermione.
—No tenéis más que tocar el traslador. Nada más:
con poner un dedo será suficiente.
Con cierta dificultad, debido a las voluminosas
mochilas que llevaban, los nueve se reunieron en torno a la bota vieja que
agarraba Amos Diggory.
—Aún recuerdo mi primer viaje con un
traslador —dijo Alice—, no fue agradable, me caí sobre mi madre.
—No creo que nadie tenga un buen
recuerdo, querida —la consoló Frank.
Neville sonrió al ver a sus padres tan
enamorados.
Todos permanecieron en pie, en un apretado círculo,
mientras una brisa fría barría la cima de la colina. Nadie habló. Harry pensó
de repente lo rara que le parecería aquella imagen a cualquier muggle que se
presentara en aquel momento por allí: nueve personas, entre las cuales había dos
hombres adultos, sujetando en la oscuridad aquella bota sucia, vieja y
asquerosa, esperando…
—Pues de seguro que pensarían que se
volvieron completamente locos —dijo Susan.
—Tres… —masculló el señor Weasley, mirando al
reloj—, dos… uno…
Ocurrió inmediatamente: Harry sintió como si un
gancho, justo debajo del ombligo, tirara de él hacia delante con una fuerza
irresistible. Sus pies se habían despegado de la tierra; pudo notar a Ron y a
Hermione, cada uno a un lado, porque sus hombros golpeaban contra los suyos.
Iban todos a enorme velocidad en medio de un remolino de colores y de una ráfaga
de viento que aullaba en sus oídos. Tenía el índice pegado a la bota, como por
atracción magnética. Y entonces…
Tocó tierra con los pies. Ron se tambaleó contra él
y lo hizo caer. El traslador golpeó con un ruido sordo en el suelo, cerca de su
cabeza.
Harry levantó la vista. Cedric y los señores
Weasley y Diggory permanecían de pie, aunque el viento los zarandeaba. Todos
los demás se habían caído al suelo.
—Desde la colina de Stoatshead a las cinco y siete
—anunció una voz.
—Bien, aquí termina este capítulo
—anunció Oliver.
—Por lo menos, hasta ahora no habido
nada peligroso —dijo Lily como dándose ánimos a ella misma.
Harry hubiera querido decirle que sí,
que toda su estadía en los Mundiales de quidditch estuvo bien, que nada malo había
pasado, pero sería mentira. Ya que esa sería la primera vez que vería la marca
tenebrosa de Voldemort.
—Yo
leeré el siguiente capítulo —dijo la voz de Katie.