martes, 19 de septiembre de 2017

Cuarto Libro: Harry Potter y el Cáliz de Fuego - Capítulo 6: El traslador




Luego de que Oliver terminara de leer. La hora del almuerzo llego, y fue algo incómodo, igual que en el desayuno.
Remus se seguía negando a mirar a Hermione, y su lobo interior no dejaba de gruñir enojado: ¡ES NUESTRA! ¡ACERCATE! Pero él no le hacía caso —trataba de ignorarlo lo más que podía—, y más que comer, apretaba los puños por debajo de la mesa.
—¿Lunático? ¿Estás bien? —le preguntó James en un susurró.
Remus asintió.
Sirius que había estado atento a sus amigos, miró a James, como diciéndose que tenían que hablar con él después.
Por su parte, Hermione ajena a la incomodidad de Remus, se dedicaba a mirarlo de reojo. Hoy día era uno de esos días en que ella quería estar abrazada a él, poner su cabeza sobre su pecho y escuchar la mejor melodía: el latido del corazón de Remus.
Suspiró, llevándose a la boca el vaso con sumo de la calabaza.
Minutos después el almuerzo concluyo, y Padma Patil se ofreció como voluntaria para leer el siguiente capítulo.
“El traslador”.
Padma levanto la cabeza del libro y miró a su alrededor, como esperando que alguien la interrumpiera haciendo preguntas o soltando comentarios tontos. Sonrió levemente al ver que todos estaban atentos.
Cuando, en la habitación de Ron, la señora Weasley lo zarandeó para despertarlo, a Harry le pareció que acababa de acostarse.
—Es la hora de irse, Harry, cielo —le susurró, dejándolo para ir a despertar a Ron.
Harry buscó las gafas con la mano, se las puso y se sentó en la cama. Fuera todavía estaba oscuro. Ron decía algo incomprensible mientras su madre lo levantaba. A los pies del colchón vio dos formas grandes y despeinadas que surgían de sendos líos de mantas.
—Aun despeinados, nos vemos muy guapos —dijeron los gemelos.
Angelina, Katie y Alicia rodaron los ojos ante el egocentrismo de sus ex compañeros de casa.
—¿Ya es la hora? —preguntó Fred, más dormido que despierto.
Se vistieron en silencio, demasiado adormecidos para hablar, y luego, bostezando y desperezándose, los cuatro bajaron la escalera camino de la cocina.
La señora Weasley removía el contenido de una olla puesta sobre el fuego, y el señor Weasley, sentado a la mesa, comprobaba un manojo de grandes entradas de pergamino. Levantó la vista cuando los chicos entraron y extendió los brazos para que pudieran verle mejor la ropa. Llevaba lo que parecía un jersey de golf y unos vaqueros muy viejos que le venían algo grandes y que sujetaba a la cintura con un grueso cinturón de cuero.
—Sin duda de esa manera pasara desapercibido entre los muggles —dijo Lily, mientras que Hermione asentía.
Arthur sonrió orgulloso de su buen futuro trabajo al vestirse.
—Tienes más sentido común que otros magos que han querido pasar desapercibido entre los muggles, y lo único que han conseguido es llamar la atención —comentó Ted.
Harry no podía estar más de acuerdo, ya que en los mundiales había visto a un viejo mago con un camisón.
—¿Qué os parece? —pregunto—. Se supone que vamos de incógnito… ¿Parezco un muggle, Harry?
—Sí —respondió Harry, sonriendo—. Está muy bien.
—¿Dónde están Bill y Charlie y Pe… Pe… Percy? —preguntó George, sin lograr reprimir un descomunal bostezo.
—Bueno, van a aparecerse, ¿no? —dijo la señora Weasley, cargando con la olla hasta la mesa y comenzando a servir las gachas de avena en los cuencos con un cazo—, así que pueden dormir un poco más.
—Sí, que suerte la nuestra —susurró Ron.
—Ten cuidado, Ron, mamá podría oírte —se burló Ginny.
El pelirrojo se volvió para localizar a su madre y suspiró aliviado cuando la vio sentada después de seis personas de donde estaba él.
Harry sabía que aparecerse era algo muy difícil; había que desaparecer de un lugar y reaparecer en otro casi al mismo tiempo.
—Pero por lo menos a ti te llevo menos tiempo en aprender a desaparecer que a mí —le dijo Ron a su amigo—. Y no tuviste que sufrir una despartición.
Sin contar esa vez que estuvimos escapando del Ministerio de Magia, pensó Ron, y sintió un estremecimiento.
—O sea, que siguen en la cama… —dijo Fred de malhumor, acercándose su cuenco de gachas—. ¿Y por qué no podemos aparecernos nosotros también?
—Porque no tenéis la edad y no habéis pasado el examen —contestó bruscamente la señora Weasley—. ¿Y dónde se han metido esas chicas?
Salió de la cocina y la oyeron subir la escalera.
—¿Hay que pasar un examen para poder aparecerse? —preguntó Harry.
Snape rodó los ojos ante esa pregunta.
Está claro que la estupidez lo heredo del padre, pensó.
Levanto la mirada y observó a Harry, sin que este se dé cuenta; y con pesar comprobó que por más cosas buenas dijeran del chico, el aun lo seguiría detestando por el simple hecho de ser idéntico al padre.
Pero tiene los ojos de Lily, le recordó su subconsciente.
Negó con la cabeza y aparto la mirada de Harry.
—Desde luego —respondió el señor Weasley, poniendo a buen recaudo las entradas en el bolsillo trasero del pantalón—. El Departamento de Transportes Mágicos tuvo que multar el otro día a un par de personas por aparecerse sin tener el carné. La aparición no es fácil, y cuando no se hace como se debe puede traer complicaciones muy desagradables. Esos dos que os digo se escindieron.
—¡Merlín! ¡Eso es horrible! —dijo Alice haciendo un gesto de desagrado.
Todos hicieron gestos de desagrado menos Harry.
—¿Se escindieron? —repitió Harry, desorientado.
—La mitad del cuerpo quedó atrás —explicó el señor Weasley, echándose con la cuchara un montón de melaza en su cuenco de gachas—. Y, por supuesto, estaban inmovilizados. No tenían ningún modo de moverse. Tuvieron que esperar a que llegara el Equipo de Reversión de Accidentes Mágicos y los recompusiera. Hubo que hacer un montón de papeleo, os lo puedo asegurar, con tantos muggles que vieron los trozos que habían dejado atrás…
Harry se imaginó en ese instante un par de piernas y un ojo tirados en la acera de Privet Drive.
Sirius rió entre dientes.
—¡Qué imaginación! —comentó el animago.
Las mejillas de Harry se colorearon escarlatas.
—¿Quedaron bien? —preguntó Harry, asustado.
—Sí —respondió el señor Weasley con tranquilidad—. Pero les cayó una buena multa, y me parece que no van a repetir la experiencia por mucha prisa que tengan. Con la aparición no se juega. Hay muchos magos adultos que no quieren utilizarla. Prefieren la escoba: es más lenta, pero más segura.
—Y también mucho más estimulante, ¿no lo crees, Harry? —preguntó James a su futuro hijo.
Harry observó a su padre con una sonrisa.
—Sí, es estimulante —aceptó el pelinegro—, sobre todo si estas en busca de una snitch.
—Es lo que yo digo —dijo James.
Estúpidos Potters y estúpido quidditch, pensaba Snape luego de escuchar la interacción de padre e hijo.
—¿Pero Bill, Charlie y Percy sí que pueden?
—Charlie tuvo que repetir el examen —dijo Fred, con una sonrisita—. La primera vez se lo cargaron porque apareció ocho kilómetros más al sur de donde se suponía que tenía que ir. Apareció justo encima de unos viejecitos que estaban haciendo la compra, ¿os acordáis?
El aludido se sonrojó violentamente al escuchar que muchos se reían de él.
—Sí, que gracioso, ¿verdad? —murmuró Charlie.
—Pues la verdad que sí, querido hermano —dijeron los gemelos Weasley al unísono.
—Bueno, pero aprobó a la segunda —dijo la señora Weasley, entre un estallido de carcajadas, cuando volvió a entrar en la cocina.
—Percy lo ha conseguido hace sólo dos semanas —dijo George—. Desde entonces, se ha aparecido todas las mañanas en el piso de abajo para demostrar que es capaz de hacerlo.
Ron rodó los ojos.
—Por supuesto, como ustedes hicieron todo lo contrario a él —los acusó Ron—. Entonces, Hermione podrías decirme quienes eran los que se aparecían y desaparecían cada cinco minutos —la voz de Ron sonaba completamente inocente, pero en realidad quería vénganse de sus hermanos por todas sus acusaciones anteriores.
—Casi terminan volviéndome loca —comentó Hermione, sin afán de empeorar las cosas para los gemelos.
—¿Eso es verdad? —preguntó Molly a sus hijos.
—Bueno… —murmuraron los aludidos.
—Casi te causan un infarto —dijo Ginny.
—Gracias, hermana —dijo Fred.
—Siempre supimos que podíamos contar contigo en los peores momentos —completo George.
—De nada —dijo Ginny mirando a sus hermanos mayores con una sonrisita ladina.
Para ese entonces Molly miraba a sus hijos como dictándoles su sentencia de muerte. Y ellos se encongieron ante el futuro gran regaño.
Se oyeron unos pasos y Hermione y Ginny entraron en la cocina, pálidas y somnolientas.
—¿Por qué nos hemos levantado tan temprano? —preguntó Ginny, frotándose los ojos y sentándose a la mesa.
—Tenemos por delante un pequeño paseo —explicó el señor Weasley.
—¿Paseo? —se extrañó Harry—. ¿Vamos a ir andando hasta la sede de los Mundiales?
—No, no, eso está muy lejos —repuso el señor Weasley, sonriendo—. Sólo hay que caminar un poco. Lo que pasa es que resulta difícil que un gran número de magos se reúnan sin llamar la atención de los muggles. Siempre tenemos que ser muy cuidadosos a la hora de viajar, y en una ocasión como la de los Mundiales de quidditch…
—Son cientos y cientos de magos los que se reúnen allí —dijo Bill—, y no es fácil pasar desapercibidos.
—¡George! —exclamó bruscamente la señora Weasley, sobresaltando a todos.
—¿Qué? —preguntó George, en un tono de inocencia que no engañó a nadie.
—¿Qué tienes en el bolsillo?
—¡Nada!
—¡No me mientas!
La señora Weasley apuntó con la varita al bolsillo de George y dijo:
¡Accio!
Varios objetos pequeños de colores brillantes salieron zumbando del bolsillo de George, que en vano intentó agarrar algunos: se fueron todos volando hasta la mano extendida de la señora Weasley.
—No pudimos engañarla esa vez —susurró Fred a su gemelo.
—Estuvimos tan cerca —susurró a su vez George.
Fabian y Gideon suspiraron al escuchar a sus sobrinos.
—Los entendemos, sobrinos. A nosotros nos pasaba lo mismo con nuestra madre —dijeron los gemelos Prewett.
—Somos unos incomprendidos —dijeron el par de gemelos a la vez.
Angelina observó de reojo a George y sonrió. Él aludido sonrojó, pero al final termino guiñándole un ojo.
—¡Os dijimos que los destruyerais! —exclamó, furiosa, la señora Weasley, sosteniendo en la mano lo que, sin lugar a dudas, eran más caramelos longuilinguos—. ¡Os dijimos que os deshicierais de todos! ¡Vaciad los bolsillos, vamos, los dos!
Fue una escena desagradable. Evidentemente, los gemelos habían tratado de sacar de la casa, ocultos, tantos caramelos como podían, y la señora Weasley tuvo que usar el encantamiento convocador para encontrarlos todos.
¡Accio! ¡Accio! ¡Accio! —fue diciendo, y los caramelos salieron de los lugares más imprevisibles, incluido el forro de la chaqueta de George y el dobladillo de los vaqueros de Fred.
—Bueno, por lo menos nadie los juzgará por no ser ingeniosos al momento de tratar de ocultar cosas —comentó Ted.
—Pero no sirvió de nada —dijo George.
Sirius sonrió.
—Que den gracias a que utilizo un hechizo, y no… —Sirius no terminó de hablar, James silenciosamente le pidió que se detuviera. Aún era muy vergonzoso para él recordar los métodos que tenía su madre para confiscarle las cosas que compraba en Zonko.
—¡Hemos pasado seis meses desarrollándolos! —le gritó Fred a su madre, cuando ella los tiró.
—Eso no ayudara —dijeron los gemelos Prewett.
—¡Ah, una bonita manera de pasar seis meses! —exclamó ella—. ¡No me extraña que no tuvierais mejores notas!
El ambiente estaba tenso cuando se despidieron. La señora Weasley aún tenía el entrecejo fruncido cuando besó en la mejilla a su marido, aunque no tanto como los gemelos, que se pusieron las mochilas a la espalda y salieron sin dirigir ni una palabra a su madre.
La señora Weasley se llevó una mano a su abultado vientre, sus gemelos revolotearon dentro de ella. No le agradaba nada escuchar que sus hijos estaban enojados con ella. Los miró de reojo, estos estaban sonrientes, hablando con sus tíos.
Tal vez debería ceder, solo un poco, pensaba.
—Bueno, pasadlo bien —dijo la señora Weasley—, y portaos como Dios manda —añadió dirigiéndose a los gemelos, pero ellos no se volvieron ni respondieron—. Os enviaré a Bill, Charlie y Percy hacia mediodía —añadió, mientras el señor Weasley, Harry, Ron, Hermione y Ginny se marchaban por el oscuro patio precedidos por Fred y George.
Hacía fresco y todavía brillaba la luna. Sólo un pálido resplandor en el horizonte, a su derecha, indicaba que el amanecer se hallaba próximo. Harry, que había estado pensando en los miles de magos que se concentrarían para ver los Mundiales de quidditch, apretó el paso para caminar junto al señor Weasley.
—Entonces, ¿cómo vamos a llegar todos sin que lo noten los muggles? —preguntó.
James observó a su hijo; Harry era idéntico a él —casi como dos copias, si no fuera porque su hijo tenía los ojos de su amada Lily—, pero en carácter era igual a Lily. Sonrió por una vez más al tener al fruto de su amor allí, junto a él.
Ahora con más razón haría todo lo posible por sobrevivir, esta vez su hijo crecería junto a ellos, sus padres.
—Ha sido un enorme problema de organización —dijo el señor Weasley con un suspiro—. La cuestión es que unos cien mil magos están llegando para presenciar los Mundiales, y naturalmente no tenemos un lugar mágico lo bastante grande para acomodarlos a todos. Hay lugares donde no pueden entrar los muggles, pero imagínate que intentáramos meter a miles de magos en el callejón Diagon o en el andén nueve y tres cuartos… Así que teníamos que encontrar un buen páramo desierto y poner tantas precauciones antimuggles como fuera posible. Todo el Ministerio ha estado trabajando en ello durante meses. En primer lugar, por supuesto, había que escalonar las llegadas. La gente con entradas más baratas ha tenido que llegar dos semanas antes. Un número limitado utiliza transportes muggles, pero no podemos abarrotar sus autobuses y trenes. Ten en cuenta que los magos vienen de todas partes del mundo. Algunos se aparecen, claro, pero ha habido que encontrar puntos seguros para su aparición, bien alejados de los muggles. Creo que están utilizando como punto de aparición un bosque cercano. Para los que no quieren aparecerse, o no tienen el carné, utilizamos trasladores. Son objetos que sirven para transportar a los magos de un lugar a otro a una hora prevista de antemano. Si es necesario, se puede transportar a la vez un grupo numeroso de personas. Han dispuesto doscientos puntos trasladores en lugares estratégicos a lo largo de Gran Bretaña, y el más próximo lo tenemos en la cima de la colina de Stoatshead. Es allí adonde nos dirigimos.
Lucius Malfoy se pasó una mano por sus largos cabellos. Estaba harto de escuchar sobre el hijo de Potter y sus amigos. Y ver que su primogénito no es lo que esperaba, lo enfurecía más.
Estaba a punto de levantarse y de decirle a Narcissa que no permanecerían en esa sala ni un solo minuto más, pero cuando se volvió hacia ella, la encontró platicando amenamente con su futuro hijo —al cual ya había decidido enviar a Durmstrang—. En otro momento no le hubiera importado, pero ver el nuevo brillo que tenía los azules ojos de su esposa, lo hizo desistir.
Narcissa había estado tan estresada con todo lo relacionado con el Señor Tenebroso, y con todas las misiones que le había encomendado a él. Que ahora, al verla tan tranquila, quizás él podría soportar estar metido en esa sala un poco más.
El señor Weasley señaló delante de ellos, pasado el pueblo de Ottery St. Catchpole, donde se alzaba una enorme montaña negra.
—¿Qué tipo de objetos son los trasladores? —preguntó Harry con curiosidad.
—Bueno, pueden ser cualquier cosa —respondió el señor Weasley—. Cosas que no llamen la atención, desde luego, para que los muggles no las cojan y jueguen con ellas… Cosas que a ellos les parecerán simplemente basura.
Lucius sonrió con malicia.
¿Cosas que parezcan basura? Tal vez deberían buscar en la casa de Weasley, pensaba Lucius, dirigiéndole la mirada más arrogante que poseía a Arthur.
Arthur por su parte no sabía porque Lucius Malfoy lo miraba de esa manera, pero él decidió hacer lo más sano en ese momento, ignorarlo.
Caminaron con dificultad por el oscuro, frío y húmedo sendero hacia el pueblo. Sólo sus pasos rompían el silencio; el cielo se iluminaba muy despacio, pasando del negro impenetrable al azul intenso, mientras se acercaban al pueblo. Harry tenía las manos y los pies helados. El señor Weasley miraba el reloj continuamente.
Cuando emprendieron la subida de la colina de Stoatshead no les quedaban fuerzas para hablar, y a menudo tropezaban en las escondidas madrigueras de conejos o resbalaban en las matas de hierba espesa y oscura. A Harry le costaba respirar, y las piernas le empezaban a fallar cuando por fin los pies encontraron suelo firme.
—¡Uf! —jadeó el señor Weasley, quitándose las gafas y limpiándoselas en el jersey—. Bien, hemos llegado con tiempo. Tenemos diez minutos…
Hermione llegó en último lugar a la cresta de la colina, con la mano puesta en un costado para calmarse el dolor que le causaba el flato.
Ante la mención del nombre de la castaña, Remus no pudo evitar mirarla, pero rápidamente se reprendió a sí mismo por haberlo hecho.
Su lobo interior gruñó lleno de ira, por dejar de mirarla.
¿Cómo pude ser tan vil? ¿Cómo pude engatusar a una pobre chica?, se reprendía mentalmente Remus. Debo tratar lo menos posible con ella.
El lobo volvió a gruñir.
—¡SI TÚ NO LA QUIERES, PUES YO SÍ! —gritó encolerizado el lobo—. ¡LA QUIERO! ¡YA ES MÍA!
¡NO! ¡DÉJALA EN PAZ!, gritó internamente Remus, completamente asustado de que el lobo que vivía en él, lo controlará. De que controlará al hombre.
¡ELLA ES MÍA! ¡Y LO QUE LLEVA EN EL VIENTRE TAMBIÉN!
Remus empalideció.
—¿Estás bien, Lunático? —le preguntó James poniendo una mano sobre su hombro.
Lupin asintió.
Pero era obvio que ni James ni Sirius le creían. Remus estaba tan pálido como si la luna llena estuviera cerca.
Automáticamente ambos animagos miraron a la causante —indirectamente— del estado de su amigo.
—Antes de irnos a dormir tenemos que hablar muy seriamente con él —dijo James a Sirius. Este asintió, estando de acuerdo.
—Ahora sólo falta el traslador —dijo el señor Weasley volviendo a ponerse las gafas y buscando a su alrededor—. No será grande… Vamos…
Se desperdigaron para buscar. Sólo llevaban un par de minutos cuando un grito rasgó el aire.
—¡Aquí, Arthur! Aquí, hijo, ya lo tenemos.
Harry sintió que un escalofrío le recorría toda la espina dorsal. Esa era la primera vez que veía al padre de Cedric… y luego otra imagen de ese hombre arrodillado, llorando sobre el cuerpo de su hijo.
Ginny se dio cuenta del estado apenado de su novio, y lo tomo de la mano, apretándole ligeramente los dedos, demostrándole su apoyo.
Harry la observó por unos minutos agradeciéndole el gesto, y luego volvió su vista al frente.
Al otro lado de la cima de la colina, se recortaban contra el cielo estrellado dos siluetas altas.
—¡Amos! —dijo sonriendo el señor Weasley mientras se dirigía a zancadas hacia el hombre que había gritado. Los demás lo siguieron.
El señor Weasley le dio la mano a un mago de rostro rubicundo y barba escasa de color castaño, que sostenía una bota vieja y enmohecida.
—Éste es Amos Diggory —anunció el señor Weasley—. Trabaja para el Departamento de Regulación y Control de las Criaturas Mágicas. Y creo que ya conocéis a su hijo Cedric.
—Sí, ya lo conocíamos… —dijo George—. Y la verdad es que no teníamos muy buenos recuerdos con él.
George estaba esperando a que su gemelo dijera algo para complementar su comentario, pero los segundos pasaban y Fred seguía en silencio.
—¿Qué pasa, Greg? —le preguntó.
—Sabes… —murmuró Fred—, ahora que lo pienso, de seguro que yo debo estar compartiendo el Cielo con Cedric…
—¿Q-qué…? —a George no le gustaba nada recordar que su gemelo estaba muerto—. No hables de eso… No me gusta —George tenía lo puños apretados.
—De acuerdo —dijo Fred, dándose cuenta de que su gemelo se había puesto pálido y que su ceño se había fruncido ligeramente.
Cedric Diggory, un chico muy guapo de unos diecisiete años, era capitán y buscador del equipo de quidditch de la casa Hufflepuff, en Hogwarts.
—Hola —saludó Cedric, mirándolos a todos.
Todos le devolvieron el saludo, salvo Fred y George, que se limitaron a hacer un gesto de cabeza. Aún no habían perdonado a Cedric que venciera al equipo de Gryffindor en el partido de quidditch del año anterior.
—Y sumándole que estaban enojados por haber perdido sus golosinas de broma —comentó Alice—. Eso no será bueno.
—¿Ha sido muy larga la caminata, Arthur? —preguntó el padre de Cedric.
—No demasiado —respondió el señor Weasley—. Vivimos justo al otro lado de ese pueblo. ¿Y vosotros?
—Hemos tenido que levantarnos a las dos, ¿verdad, Ced? ¡Qué felicidad cuando tenga por fin el carné de aparición! Pero, bueno, no nos podemos quejar. No nos perderíamos los Mundiales de quidditch ni por un saco de galeones… que es lo que nos han costado las entradas, más o menos. Aunque, en fin, no me ha salido tan caro como a otros…
Amos Diggory echó una mirada bonachona a los hijos del señor Weasley, a Harry y a Hermione.
—¿Son todos tuyos, Arthur?
Sirius soltó una risita.
—Bueno, solo los pelirrojos, pero todavía faltan que lleguen tres más —Sirius le susurro a James.
James también rió entre dientes. Pero guardo silencio cuando Lily lo miró con una ceja alzada.
—No, sólo los pelirrojos —aclaró el señor Weasley, señalando a sus hijos—. Ésta es Hermione, amiga de Ron… y éste es Harry, otro amigo…
—Y aquí vamos de nuevo —dijo Ron burlándose de su amigo.
Harry hizo un gesto de incomodidad.
—¡Por las barbas de Merlín! —exclamó Amos Diggory abriendo los ojos—. ¿Harry? ¿Harry Potter?
—Ehhh… sí —contestó Harry.
Harry ya estaba acostumbrado a la curiosidad de la gente y a la manera en que los ojos de todo el mundo se iban inmediatamente hacia la cicatriz en forma de rayo que tenía en la frente, pero seguía sintiéndose incómodo.
Severus rodó los ojos exasperado con el hijo de Potter.
—Ced me ha hablado de ti, por supuesto —dijo Amos Diggory—. Nos ha contado lo del partido contra tu equipo, el año pasado… Se lo dije, le dije: esto se lo contarás a tus nietos… Les contarás… ¡que venciste a Harry Potter!
—Bueno, no llego a contarle a sus nietos nada —murmuró Ron—, si ni siquiera llego a tener hij…
—¡Ron! —lo reprendió Ginny—. ¡Cierra la boca! —e hizo un gesto hacia Harry, el cual se encontraba apesadumbrado.
Ron no dijo nada más, y miró hacia otro lado, con las orejas rojas.
A Harry no se le ocurrió qué contestar, de forma que se calló. Fred y George volvieron a fruncir el entrecejo. Cedric parecía incómodo.
—Harry se cayó de la escoba, papá —masculló—. Ya te dije que fue un accidente…
—Sí, pero tú no te caíste, ¿a qué no? —dijo Amos de manera cordial, dando a su hijo una palmada en la espalda—. Siempre modesto, mi Ced, tan caballero como de costumbre… Pero ganó el mejor, y estoy seguro de que Harry diría lo mismo, ¿a que sí? Uno se cae de la escoba, el otro aguanta en ella… ¡No hay que ser un genio para saber quién es el mejor!
—Por lo visto, Amos no ha cambiado nada —dijo James con cierta molestia.
—¿Lo conociste? —se atrevió a preguntar Harry.
—No mucho, pero lo poco que pude conocer de él, es que era muy boca suelta —contestó James con el ceño fruncido.
Harry decidió no hacer más preguntas a su padre, ya que no quería saber nada de ese pobre hombre. Quizás si sea un poco boca suelta, pero el dolor que vio en él al verlo allí… junto al cuerpo de su hijo, eso Harry nunca lo olvidaría.
—Ya debe de ser casi la hora —se apresuró a decir el señor Weasley, volviendo a sacar el reloj—. ¿Sabes si esperamos a alguien más, Amos?
—No. Los Lovegood ya llevan allí una semana (Oh, sí, lo recuerdo —dijo Luna—, papá quería ir con anticipación a los juegos porque quería que viera a los Kweert. Nadie dijo nada al respecto, porque ya estaban acostumbrados a las extrañas criaturas que la rubia y su padre solían ver), y los Fawcett no consiguieron entradas —repuso el señor Diggory—. No hay ninguno más de los nuestros en esta zona, ¿o sí?
—No que yo sepa —dijo el señor Weasley—. Queda un minuto. Será mejor que nos preparemos.
Miró a Harry y a Hermione.
—No tenéis más que tocar el traslador. Nada más: con poner un dedo será suficiente.
Con cierta dificultad, debido a las voluminosas mochilas que llevaban, los nueve se reunieron en torno a la bota vieja que agarraba Amos Diggory.
—Aún recuerdo mi primer viaje con un traslador —dijo Alice—, no fue agradable, me caí sobre mi madre.
—No creo que nadie tenga un buen recuerdo, querida —la consoló Frank.
Neville sonrió al ver a sus padres tan enamorados.
Todos permanecieron en pie, en un apretado círculo, mientras una brisa fría barría la cima de la colina. Nadie habló. Harry pensó de repente lo rara que le parecería aquella imagen a cualquier muggle que se presentara en aquel momento por allí: nueve personas, entre las cuales había dos hombres adultos, sujetando en la oscuridad aquella bota sucia, vieja y asquerosa, esperando…
—Pues de seguro que pensarían que se volvieron completamente locos —dijo Susan.
—Tres… —masculló el señor Weasley, mirando al reloj—, dos… uno…
Ocurrió inmediatamente: Harry sintió como si un gancho, justo debajo del ombligo, tirara de él hacia delante con una fuerza irresistible. Sus pies se habían despegado de la tierra; pudo notar a Ron y a Hermione, cada uno a un lado, porque sus hombros golpeaban contra los suyos. Iban todos a enorme velocidad en medio de un remolino de colores y de una ráfaga de viento que aullaba en sus oídos. Tenía el índice pegado a la bota, como por atracción magnética. Y entonces…
Tocó tierra con los pies. Ron se tambaleó contra él y lo hizo caer. El traslador golpeó con un ruido sordo en el suelo, cerca de su cabeza.
Harry levantó la vista. Cedric y los señores Weasley y Diggory permanecían de pie, aunque el viento los zarandeaba. Todos los demás se habían caído al suelo.
—Desde la colina de Stoatshead a las cinco y siete —anunció una voz.
—Bien, aquí termina este capítulo —anunció Oliver.
—Por lo menos, hasta ahora no habido nada peligroso —dijo Lily como dándose ánimos a ella misma.
Harry hubiera querido decirle que sí, que toda su estadía en los Mundiales de quidditch estuvo bien, que nada malo había pasado, pero sería mentira. Ya que esa sería la primera vez que vería la marca tenebrosa de Voldemort.
—Yo leeré el siguiente capítulo —dijo la voz de Katie.