—Sí, por supuesto, Albus —contestó la
profesora—. Bien, el primer libro se llama: Harry Potter y la Piedra Filosofal.
—¿Qué? —dijo James Potter, muy
sorprendido y sus amigos voltearon para verlo.
James estaba pálido.
—¡¿Potter?! —dijo Sirius, más bien
gritó—, pero, está segura profesora.
—Por supuesto que sí, señor Black —dijo
McGonagall seria—, el primer libro se llama, Harry Potter y la Piedra Filosofal, como ya lo dije antes.
—Pero yo no recuerdo tener más
familia aparte de mis padres, ni siquiera tengo hermanos —dijo James aun
sorprendido, pero ya no tan pálido.
—James, recuerda que esos libros
vienen del futuro, seguramente es tu hijo —dijo Remus, aclarándole las cosas a
su amigo.
De pronto James sonrió.
—Oíste eso Lily, tendremos un hijo —James
estaba que no cabía de felicidad en su pellejo.
—¿Cómo puede estar tan seguro de eso?
¿Cómo puedes dar por hecho que va hacer nuestro hijo? —le contestó Lily, aunque
no lo dijera a los cuatro vientos, ella también deseaba que ese chico Harry fuera
su hijo.
—Claro que es nuestro hijo, Lily.
¿Quieres apostar? Aunque te aseguro que perderías.
—Yo no apuesto, Potter —le dijo seria
la pelirroja.
Todos los presentes estaban atentos a
la discusión de James y Lily. Cuando los aludidos se dieron cuenta que de que
los miraban, Lily se sonrojo y James sonrió con coquetería.
Para alegría de la pelirroja, Alice
Longbottom habló, haciendo que ahora le prestaran atención a ella.
—Profesor Dumbledore —el director
miró hacia donde estaba la chica—, tengo una duda —Albus asintió y entonces
Alice continuo—, La gente de afuera no se preguntara porque no estamos donde
deberíamos.
—No se preocupe por eso, señora
Longbottom, el tiempo está detenido allá afuera, cuando terminemos de leer los
libros y salgamos todo volverá a la normalidad.
Alice asintió, igual que algunos
otros que también tenían la misma curiosidad.
—Bien, Minerva, ya no habiendo
interrupciones, creo que puede empezar a leer el primer capítulo —dijo Albus.
La profesora McGonagall abrió el
libro y leyó:
—El primer capítulo se llama “El niño que vivió”.
—¿Por qué ese título? —dijo Sirius
sin poder mantener su boca cerrada.
Lily lo miró seria por la
interrupción. La profesora agradeció ese gesto y empezó a leer.
El señor y la señora Dursley, que vivían en el
número 4 de Privet Drive, estaban orgullosos de decir que eran muy normales,
afortunadamente. Eran las últimas personas que se esperaría encontrar
relacionadas con algo extraño o misterioso, porque no estaban para tales
tonterías.
—¿Qué tienen que
ver esos “Dursley” con mi futuro hijo? —preguntó James.
Lily dio un
saltito en su asiento al escuchar tan singular apellido. No puede ser ese el
apellido del prometido de mi hermana.
—Sabríamos que
tienen que ver esos Dursley con su hijo, se mi permitiera seguir leyendo, señor
Potter —dijo la profesora.
El señor Dursley era el director de una empresa
llamada Grunnings, que fabricaba taladros. Era un hombre corpulento y rollizo,
casi sin cuello, aunque con un bigote inmenso. La señora Dursley era delgada,
rubia y tenía un cuello casi el doble de largo de lo habitual, lo que le
resultaba muy útil, ya que pasaba la mayor parte del tiempo estirándolo por
encima de la valla de los jardines para espiar a sus vecinos. Los Dursley
tenían un hijo pequeño llamado Dudley, y para ellos no había un niño mejor que
él.
Los Dursley tenían todo lo que querían, pero
también tenían un secreto, y su mayor temor era que lo descubriesen: no habrían
soportado que se supiera lo de los Potter.
—¿Qué? ¿Qué porque
no querían que supieran de mí? —dijo James.
—Tal vez lo
metiste en problemas —opinó Remus.
—O tal vez les
hiciste una gran broma, y por eso ellos no quieren que se sepa de ti —dijo
Sirius con entusiasmo por la supuesta gran broma.
—No lo creo —susurró
Lily.
—Dijiste algo
pelirroja —dijo Sirius y Lily negó con la cabeza.
—Continué por
favor profesora —le dijo Lily a Mcgonagall.
La señora Potter era hermana de la señora Dursley,
pero no se veían desde hacía años; tanto era así que la señora Dursley fingía
que no tenía hermana, (Lily se sintió
mal porque su hermana la odiara, James se dio cuenta del ánimo de so novia y la
abrazo) porque su hermana y su marido, un completo inútil, (Yo no soy un inútil, reclamó el pelinegro, pero no pudo
seguir hablando después de ver la mirara severa de McGonagall) eran lo más
opuesto a los Dursley que se pudiera imaginar. Los Dursley se estremecían al
pensar qué dirían los vecinos si los Potter apareciesen por la acera. Sabían
que los Potter también tenían un hijo pequeño, pero nunca lo habían visto. El
niño era otra buena razón para mantener alejados a los Potter: no querían que
Dudley se juntara con un niño como aquél.
—A mí tampoco me
gustaría que ese Dudley se juntara con mi hijo —dijo James.
—¿Cómo se atreve a
decir eso del mini cornamenta? —dijeron al unísono Remus y Sirius.
Nuestra historia comienza cuando el señor y la
señora Dursley se despertaron un martes, con un cielo cubierto de nubes grises
que amenazaban tormenta. Pero nada había en aquel nublado cielo que sugiriera
los acontecimientos extraños y misteriosos que poco después tendrían lugar en
toda la región. El señor Dursley canturreaba mientras se ponía su corbata más
sosa para ir al trabajo, y la señora Dursley parloteaba alegremente mientras
instalaba al ruidoso Dudley en la silla alta.
Ninguno vio la gran lechuza parda que pasaba
volando por la ventana.
—¿Una lechuza? ¿En
el mundo muggle? —dijo Andrómeda, sorprendida por el descuido de los magos.
A las ocho y media, el señor Dursley cogió su
maletín, besó a la señora Dursley en la mejilla y trató de despedirse de Dudley
con un beso, aunque no pudo, ya que el niño tenía un berrinche y estaba
arrojando los cereales contra las paredes. «Tunante», dijo entre dientes el
señor Dursley mientras salía de la casa. Se metió en su coche y se alejó del
número 4.
—Que niño tan
berrinchudo —dijo Molly Weasley hablando por primera vez—, y no le permitiría a
ninguno de mis hijos ese comportamiento.
Al llegar a la esquina percibió el primer indicio
de que sucedía algo raro: un gato estaba mirando un plano de la ciudad. (Los merodeadores llegaron a la conclusión que si en
verdad ese gato estaba viendo un plano, entonces no se trataba de otra más que
su profesora Minnie) Durante un
segundo, el señor Dursley no se dio cuenta de lo que había visto, pero luego volvió
la cabeza para mirar otra vez. Sí había un gato atigrado en la esquina de
Privet Drive, pero no vio ningún plano. ¿En qué había estado pensando? Debía de
haber sido una ilusión óptica. El señor Dursley parpadeó y contempló al gato.
Éste le devolvió la mirada. Mientras el señor Dursley daba la vuelta a la
esquina y subía por la calle, observó al gato por el espejo retrovisor: en
aquel momento el felino estaba leyendo el rótulo que decía «Privet Drive» (no
podía ser, los gatos no saben leer los rótulos ni los planos). El señor Dursley
meneó la cabeza y alejó al gato de sus pensamientos. Mientras iba a la ciudad
en coche no pensó más que en los pedidos de taladros que esperaba conseguir
aquel día.
—¿Qué es un
taladro? —preguntó Sirius.
—Un taladro es una
herramienta que sirve para hacer agujeros —explicó Lily.
—Ah, gracias —dijo
Sirius por la explicación.
El que también
estuvo muy atento a la explicación de Lily, fue Arthur Weasley, a él le
fascinan las cosas muggles.
Pero en las afueras ocurrió algo que apartó los
taladros de su mente. Mientras esperaba en el habitual embotellamiento
matutino, no pudo dejar de advertir una gran cantidad de gente vestida de forma
extraña. Individuos con capa. El señor Dursley no soportaba a la gente que llevaba
ropa ridícula. ¡Ah, los conjuntos que llevaban los jóvenes! Supuso que debía de
ser una moda nueva. Tamborileó con los dedos sobre el volante y su mirada se
posó en unos extraños que estaban cerca de él. Cuchicheaban entre sí, muy
excitados. El señor Dursley se enfureció al darse cuenta de que dos de los
desconocidos no eran jóvenes. Vamos, uno era incluso mayor que él, ¡y vestía
una capa verde esmeralda! ¡Qué valor! Pero entonces se le ocurrió que debía de
ser alguna tontería publicitaria; era evidente que aquella gente hacía una
colecta para algo. Sí, tenía que ser eso. El tráfico avanzó y, unos minutos más
tarde, el señor Dursley llegó al aparcamiento de Grunnings, pensando nuevamente
en los taladros.
—Que magos más
irresponsables, no tuvieron la delicadeza de vestir ropas muggles —dijo
Ojoloco, con un leve dejo de sospecha en su voz, como si intuyera que algo malo
paso.
Algunos asintieron
dándole la razón a Ojoloco.
El señor Dursley siempre se sentaba de espaldas a
la ventana, en su oficina del noveno piso. Si no lo hubiera hecho así, aquella
mañana le habría costado concentrarse en los taladros. No vio las lechuzas que
volaban en pleno día, aunque en la calle sí que las veían y las señalaban con
la boca abierta, mientras las aves desfilaban una tras otra. La mayoría de
aquellas personas no había visto una lechuza ni siquiera de noche. Sin embargo,
el señor Dursley tuvo una mañana perfectamente normal, sin lechuzas. Gritó a
cinco personas. Hizo llamadas telefónicas importantes y volvió a gritar.
—Qué carácter tan agradable tiene tu
cuñadito, pelirroja —ironizó Sirius,
Remus le dio un codazo para que cerrara la boca, al ver que Lily hizo un gesto
de incomodidad.
Estuvo de muy buen humor hasta la hora de la
comida, cuando decidió estirar las piernas y dirigirse a la panadería que
estaba en la acera de enfrente.
Había olvidado a la gente con capa hasta que pasó
cerca de un grupo que estaba al lado de la panadería. Al pasar los miró
enfadado. No sabía por qué, pero le ponían nervioso. Aquel grupo también susurraba
con agitación y no llevaba ni una hucha. Cuando regresaba con un donut gigante
en una bolsa de papel, alcanzó a oír unas pocas palabras de su conversación.
—Los Potter, eso es, eso es lo que he oído…
—Sí, su hijo, Harry...
—¿Qué le sucedió a mi hijo? —preguntó
con una preocupación rara en él.
—Pues sino interrumpieras nos
dejarías a todos enterarnos de lo que ocurrió, o mejor dicho ocurrirá —lo
regaño su novia, mientras que canuto y lunático se reían disimuladamente de
James.
El señor Dursley se quedó petrificado. El temor lo
invadió. Se volvió hacia los que murmuraban, como si quisiera decirles algo,
pero se contuvo.
Se apresuró a cruzar la calle y echó a correr hasta
su oficina. Dijo a gritos a su secretaria que no quería que le molestaran,
cogió el teléfono y, cuando casi había terminado de marcar los números de su
casa, cambió de idea. Dejó el aparato y se atusó los bigotes mientras pensaba…
No, se estaba comportando como un estúpido. Potter no era un apellido tan
especial (James bufo al escuchar que su apellido no
era especial, porque según él ser un Potter si era muy especial y
extraordinario). Estaba seguro de que había muchísimas personas que se
llamaban Potter y que tenían un hijo llamado Harry. Y pensándolo mejor, ni
siquiera estaba seguro de que su sobrino se llamara Harry. Nunca había visto al
niño. Podría llamarse Harvey. O Harold. No tenía sentido preocupar a la señora
Dursley, siempre se trastornaba mucho ante cualquier mención de su hermana. Y
no podía reprochárselo. ¡Si él hubiera tenido una hermana así…! Pero de todos
modos, aquella gente de la capa…
Lily se enojó al escuchar los
pensamientos del novio de su hermana, con qué derecho ese Vernon Dursley se
atrevía a pensar que ella era de lo peor sin siquiera conocerla bien.
Aquella tarde le costó concentrarse en los
taladros, y cuando dejó el edificio, a las cinco en punto, estaba todavía tan
preocupado que, sin darse cuenta, chocó con un hombre que estaba en la puerta.
—Perdón —gruñó, mientras el diminuto viejo se
tambaleaba y casi caía al suelo. Segundos después, el señor Dursley se dio
cuenta de que el hombre llevaba una capa violeta. No parecía disgustado por el
empujón. Al contrario, su rostro se iluminó con una amplia sonrisa, mientras
decía con una voz tan chillona que llamaba la atención de los que pasaban:
—¡No se disculpe, mi querido señor, porque hoy nada
puede molestarme! ¡Hay que alegrarse, porque Quien-usted-sabe finalmente se ha
ido! ¡Hasta los muggles como usted deberían celebrar este feliz día!
Y el anciano abrazó al señor Dursley y se alejó.
—La serpiente rastrera… se ha ido,
por fin —dijo Sirius igual de sorprendido que los demás.
—Eso parece hermano —contestó James
también sorprendido—, se ha ido lunático —Remus sonrió.
Todos estaban conmocionados con la
noticia, hasta el mismo Albus Dumbledore, se preguntaba quien había sido capaz
de derrotarlo.
Snape estaba en silencio con su
habitual ceño fruncido. Pero que el que estaba echando humo por las orejas
—literalmente— era Lucius Malfoy. ¿Quién se había atrevido a derrotar a su
señor? De seguro a deber sido un mago poderoso, pero más poderoso que su señor,
lo dudaba.
El señor Dursley se quedó completamente helado. Lo
había abrazado un desconocido. Y por si fuera poco le había llamado muggle,
no importaba lo que eso fuera. Estaba desconcertado. Se apresuró a subir a su
coche y a dirigirse hacia su casa, deseando que todo fueran imaginaciones suyas
(algo que nunca había deseado antes, porque no aprobaba la imaginación).
Cuando entró en el camino del número 4, lo primero
que vio (y eso no mejoró su humor) fue el gato atigrado que se había encontrado
por la mañana. En aquel momento estaba sentado en la pared de su jardín. Estaba
seguro de que era el mismo, pues tenía unas líneas idénticas alrededor de los
ojos.
—¡Fuera! —dijo el señor Dursley en voz alta.
—Pues si ese gato en verdad es
Minnie, no creo que con un simple ¡Fuera! La haga mover de ese sitio —dijo
James.
—Por supuesto que es Minnie, James,
¿Por qué quién más podría ser? —dijo Lupin.
—Señores, Potter y Lupin, me han interrumpido
—los regañó McGonagall.
Las mejillas de Lupin se pusieron
rosas, mientras que James sonreía inocentemente.
—Ya ven eso les pasa por interrumpir
—dijo Sirius—, lo bueno es que esta vez yo no dije nada, porque s…
—Señor Black —McGonagall alzó la
voz—. Deje interrumpir.
—Pero yo no dije nada —se defendió.
—Lo acaba de hacer —dijo la
profesora.
Sus amigos se empezaron a burlar de
él.
El gato no se movió. Sólo le dirigió una mirada
severa. El señor Dursley se preguntó si aquélla era una conducta normal en un
gato. Trató de calmarse y entró en la casa. Todavía seguía decidido a no
decirle nada a su esposa.
La señora Dursley había tenido un día bueno y
normal. Mientras comían, le informó de los problemas de la señora Puerta
Contigua con su hija, y le contó que Dudley había aprendido una nueva frase
(«¡no lo haré!»).
Molly movió la cabeza enojada del
comportamiento de ese niño.
El señor Dursley trató de comportarse con
normalidad. Una vez que acostaron a Dudley, fue al salón a tiempo para ver el
informativo de la noche.
—Y por último, observadores de pájaros de todas
partes han informado de que hoy las lechuzas de la nación han tenido una
conducta poco habitual. Pese a que las lechuzas habitualmente cazan durante la
noche y es muy difícil verlas a la luz del día, se han producido cientos de
avisos sobre el vuelo de estas aves en todas direcciones, desde la salida del
sol. Los expertos son incapaces de explicar la causa por la que las lechuzas
han cambiado sus horarios de sueño. —El locutor se permitió una mueca irónica—.
Muy misterioso. Y ahora, de nuevo con Jim McGuffin y el pronóstico del tiempo.
¿Habrá más lluvias de lechuzas esta noche, Jim?
—Bueno, Ted —dijo el meteorólogo—, eso no lo sé,
pero no sólo las lechuzas han tenido hoy una actitud extraña. Telespectadores
de lugares tan apartados como Kent, Yorkshire y Dundee han telefoneado para
decirme que en lugar de la lluvia que prometí ayer ¡tuvieron un chaparrón de
estrellas fugaces! Tal vez la gente ha comenzado a celebrar antes de tiempo la
Noche de las Hogueras. ¡Es la semana que viene, señores! Pero puedo prometerles
una noche lluviosa.
—Seguramente hicieron todo ese
alboroto porque Voldemort se ha ido —apenas Lily menciona el nombre de mago
oscuro, los demás se estremecieron, nadie lo llamaba por su nombre.
—Sí, pero no se midieron —dijo Ted
Tonks.
El señor Dursley se quedó congelado en su sillón.
¿Estrellas fugaces por toda Gran Bretaña? ¿Lechuzas volando a la luz del día? Y
aquel rumor, aquel cuchicheo sobre los Potter…
La señora Dursley entró en el comedor con dos tazas
de té. Aquello no iba bien. Tenía que decirle algo a su esposa. Se aclaró la
garganta con nerviosismo.
—Eh… Petunia, querida, ¿has sabido últimamente algo
sobre tu hermana?
Como había esperado, la señora Dursley pareció
molesta y enfadada. Después de todo, normalmente ellos fingían que ella no
tenía hermana.
—No —respondió en tono cortante—. ¿Por qué?
¿Por qué ese rencor hacia mí,
Petunia? ¿Solo por qué yo sí puedo hacer magia y tú no?, pensaba la pelirroja.
—Hay cosas muy extrañas en las noticias —masculló
el señor Dursley—. Lechuzas… estrellas fugaces... y hoy había en la ciudad una
cantidad de gente con aspecto raro…
—¿Y qué? —interrumpió bruscamente la señora Dursley
—Bueno, pensé… quizá… que podría tener algo que ver
con… ya sabes… su grupo.
—¿Su grupo? —preguntó canuto
ofendido—, ¿Qué quiere decir con «su grupo»?
—Se refiere a los magos —contestó
Lily apenada.
La señora Dursley bebió su té con los labios
fruncidos. El señor Dursley se preguntó si se atrevería a decirle que había
oído el apellido «Potter». No, no se atrevería. En lugar de eso, dijo, tratando
de parecer despreocupado:
—El hijo de ellos… debe de tener la edad de Dudley,
¿no?
—Eso creo —respondió la señora Dursley con rigidez.
—¿Y cómo se llamaba? Howard, ¿no?
—Harry. Un nombre vulgar y horrible, si quieres mi
opinión.
—Harry, a mí me parece un nombre
hermoso —dijo la señora Weasley, ganándose las sonrisas amables de Lily y los
merodeadores.
—Oh, sí—dijo el señor Dursley, con una espantosa
sensación de abatimiento—. Sí, estoy de acuerdo.
No dijo nada más sobre el tema, y subieron a
acostarse. Mientras la señora Dursley estaba en el cuarto de baño, el señor
Dursley se acercó lentamente hasta la ventana del dormitorio y escudriñó el
jardín delantero. El gato todavía estaba allí. Miraba con atención hacia Privet
Drive, como si estuviera esperando algo.
¿Se estaba imaginando cosas? ¿O podría todo aquello
tener algo que ver con los Potter? Si fuera así... si se descubría que ellos
eran parientes de unos… bueno, creía que no podría soportarlo.
—Debería estar feliz por ser familiar
mío —dijo James, y sus amigos rieron.
—Tan egocéntrico como siempre, ¿no,
Potter? —dijo Snape sin poder contenerse.
—¿Qué dijiste Quijicus? —gritó
Sirius, sacando cara por su mejor amigo.
—Lo que escuchaste Black —Snape,
habló como si estuviera escupiendo su apellido.
Al ver que canuto se paró de su
silla, y Remus y James también lo hicieron cuando vieron que Snape también se
levantaba de su silla, puesto que se metían con uno se metían con todos.
—Ya basta todos ustedes —gritó
McGonagall—, estamos acá para enterarnos de cosas importantes, no para empezar
a agredirnos.
Después del grito de la profesora,
todos volvieron a sus asientos, pero no dejaban de mirarse con ira.
Los Dursley se fueron a la cama. La señora Dursley
se quedó dormida rápidamente, pero el señor Dursley permaneció despierto, con
todo aquello dando vueltas por su mente. Su último y consolador pensamiento
antes de quedarse dormido fue que, aunque los Potter estuvieran implicados en los
sucesos, no había razón para que se acercaran a él y a la señora Dursley. Los
Potter sabían muy bien lo que él y Petunia pensaban de ellos y de los de su
clase… No veía cómo a él y a Petunia podrían mezclarlos en algo que tuviera que
ver (bostezó y se dio la vuelta)… No, no podría afectarlos a ellos…
¡Qué equivocado estaba!
A Lily le dio un mal presentimiento
al oír esto último.
El señor Dursley cayó en un sueño intranquilo, pero
el gato que estaba sentado en la pared del jardín no mostraba señales de adormecerse.
Estaba tan inmóvil como una estatua, con los ojos fijos, sin pestañear, en la
esquina de Privet Drive. Apenas tembló cuando se cerró la puertezuela de un
coche en la calle de al lado, ni cuando dos lechuzas volaron sobre su cabeza.
La verdad es que el gato no se movió hasta la medianoche.
Un hombre apareció en la esquina que el gato había
estado observando, y lo hizo tan súbita y silenciosamente que se podría pensar
que había surgido de la tierra. La cola del gato se agitó y sus ojos se
entornaron.
—Sí el gato es Minnie… —empezó James.
—… entonces ese hombre es Dumbledore
—termino Sirius.
A los gemelos Prewett sonrieron, les
agrada ese par. Pero los demás negaron con la cabeza por la interrupción de ese
par.
En Privet Drive nunca se había visto un hombre así.
Era alto, delgado y muy anciano, a juzgar por su pelo y barba plateados, tan
largos que podría sujetarlos con el cinturón. Llevaba una túnica larga, una
capa color púrpura que barría el suelo y botas con tacón alto y hebillas. Sus
ojos azules eran claros, brillantes y centelleaban detrás de unas gafas de
cristales de media luna. Tenía una nariz muy larga y torcida, como si se la
hubiera fracturado alguna vez. El nombre de aquel hombre era Albus Dumbledore.
—Ya se los dijimos —gritaron James y
Sirius con una gran sonrisa en los labios.
Dumbledore también sonrió. El grupo
de los Merodeadores le gustaba, aunque a veces tenía que castigarlos para que
los demás no se quejaran de que ellos si podían hacer bromas y ellos no.
—Nadie lo negó, pero porque tuvieron
que gritar —se quejó Remus, puesto que habían grito cerca de su oído y casi le
rompen los tímpanos.
—Se quieren callar los dos —dijo
Lily.
Albus Dumbledore no parecía darse cuenta de que
había llegado a una calle en donde todo lo suyo, desde su nombre hasta sus
botas, era mal recibido. Estaba muy ocupado revolviendo en su capa, buscando
algo, pero pareció darse cuenta de que lo observaban porque, de pronto, miró al
gato, que todavía lo contemplaba con fijeza desde la otra punta de la calle.
Por alguna razón, ver al gato pareció divertirlo. Rió entre dientes y murmuró:
—Debería haberlo sabido.
Encontró en su bolsillo interior lo que estaba
buscando. Parecía un encendedor de plata. Lo abrió, lo sostuvo alto en el aire
y lo encendió. La luz más cercana de la calle se apagó con un leve estallido.
Lo encendió otra vez y la siguiente lámpara quedó a oscuras.
—Que interesante artefacto, profesor
Dumbledore —comentó Lily.
—Sí, ¿Cómo se llama ese curioso
artefacto, Dumbledore? —preguntó Sirius, imaginándose la cantidad de bromas que
podría hacer.
—Más respeto con el director, señor
Black —lo regañó McGonagall.
—No te preocupes, Minerva —dijo
Dumbledore, sin darle importancia, y la profesora negó con la cabeza—, y ese
curioso artefacto se llama: Desiluminador.
Los merodeadores sonrieron en
complicidad.
—¿Y sabe dónde podíamos conseguir
unos cuantos? —preguntó esta vez James, tan entusiasmado como Sirius.
—Me temo que no, señor Potter.
—¿Por qué? —preguntó Remus.
—Porque solo hay uno en el mundo
mágico —todos los miraron sorprendidos—, es que yo lo invente.
—Entonces no podría fabricar tres,
no, espere, cuatro uno también para Peter —dijo Sirius.
Dumbledore iba a contestar, pero la
profesora McGonagall, le gano.
—Ya, basta, señor Black, vuelve a
decir cosas imprudentes y le bajare 200 puntos a su casa.
Ya nadie comento nada.
Doce veces hizo funcionar el Apagador, hasta que
las únicas luces que quedaron en toda la calle fueron dos alfileres lejanos:
los ojos del gato que lo observaba. Si alguien hubiera mirado por la ventana en
aquel momento, aunque fuera la señora Dursley con sus ojos como cuentas,
pequeños y brillantes, no habría podido ver lo que sucedía en la calle.
Dumbledore volvió a guardar el Apagador dentro de su capa y fue hacia el número
4 de la calle, donde se sentó en la pared, cerca del gato. No lo miró, pero
después de un momento le dirigió la palabra.
—Me alegro de verla aquí, profesora McGonagall.
Se volvió para sonreír al gato, pero éste ya no
estaba. En su lugar, le dirigía la sonrisa a una mujer de aspecto severo que
llevaba gafas de montura cuadrada, que recordaban las líneas que había
alrededor de los ojos del gato. La mujer también llevaba una capa, de color
esmeralda. Su cabello negro estaba recogido en un moño. Parecía claramente
disgustada.
—¿Cómo ha sabido que era yo? —preguntó.
—Mi querida profesora, nunca he visto a un gato tan
tieso.
Los merodeadores fueron los primeros
en reírse, seguidos de los gemelos Prewett, y luego los demás. McGonagall miro
con reproche a Dumbledore, y estaba seria y a la vez también sonrojada.
—Usted también estaría tieso si llevara todo el día
sentado sobre una pared de ladrillo —respondió la profesora McGonagall.
—¿Todo el día? ¿Cuándo podría haber estado de
fiesta? Debo de haber pasado por una docena de celebraciones y fiestas en mi
camino hasta aquí.
—Yo creo que Dumbledore también tiene
alma merodeadora —susurró Sirius a los otros dos merodeadores, los cuales
asintieron.
La profesora McGonagall resopló enfadada.
—Oh, sí, todos estaban de fiesta, de acuerdo —dijo
con impaciencia—. Yo creía que serían un poquito más prudentes, pero no… ¡Hasta
los muggles se han dado cuenta de que algo sucede! Salió en las
noticias. —Terció la cabeza en dirección a la ventana del oscuro salón de los
Dursley—. Lo he oído. Bandadas de lechuzas, estrellas fugaces... Bueno, no son
totalmente estúpidos. Tenían que darse cuenta de algo. Estrellas fugaces cayendo
en Kent… Seguro que fue Dedalus Diggle. Nunca tuvo mucho sentido común.
—No puede reprochárselo —dijo Dumbledore con tono
afable—. Hemos tenido tan poco que celebrar durante once años…
—Ya lo sé —respondió irritada la profesora
McGonagall—. Pero ésa no es una razón para perder la cabeza. La gente se ha
vuelto completamente descuidada, sale a las calles a plena luz del día, ni
siquiera se pone la ropa de los muggles, intercambia rumores…
—La profesora McGonagall tiene razón
—susurró Andrómeda.
Lanzó una mirada cortante y de soslayo hacia
Dumbledore, como si esperara que éste le contestara algo. Pero como no lo hizo,
continuó hablando.
—Sería extraordinario que el mismo día en que
Quien-usted-sabe parece haber desaparecido al fin, los muggles lo
descubran todo sobre nosotros. Porque realmente se ha ido, ¿no, Dumbledore?
—Es lo que parece —dijo Dumbledore—. Tenemos mucho
que agradecer. ¿Le gustaría tomar un caramelo de limón?
—¿Qué es eso? —preguntó Sirius,
interrumpiendo como siempre.
—Es un dulce muggle —contestó Lily.
—¿Un qué?
—Un caramelo de limón. Es una clase de dulces de
los muggles que me gusta mucho.
—No, muchas gracias —respondió con frialdad la
profesora McGonagall, como si considerara que aquél no era un momento apropiado
para caramelos—. Como le decía, aunque Quien-usted-sabe se haya ido…
—Mi querida profesora, estoy seguro de que una
persona sensata como usted puede llamarlo por su nombre, ¿verdad? Toda esa
tontería de Quien-usted-sabe… Durante once años intenté persuadir a la gente
para que lo llamara por su verdadero nombre, Voldemort. —La profesora
McGonagall se echó hacia atrás con temor, pero Dumbledore, ocupado en
desenvolver dos caramelos de limón, pareció no darse cuenta—. Todo se volverá
muy confuso si seguimos diciendo «Quien-usted-sabe». Nunca he encontrado ningún
motivo para temer pronunciar el nombre de Voldemort.
No todos en esa sala estaban de
acuerdo con Dumbledore, sobre ese tema en especial.
—Sé que usted no tiene ese problema —observó la
profesora McGonagall, entre la exasperación y la admiración—. Pero usted es
diferente. Todos saben que usted es el único al que Quien-usted... Oh, bueno,
Voldemort, tenía miedo.
—Me está halagando —dijo con calma Dumbledore—.
Voldemort tenía poderes que yo nunca tuve.
—Sólo porque usted es demasiado… bueno… noble… para
utilizarlos.
—Menos mal que está oscuro. No me he ruborizado
tanto desde que la señora Pomfrey me dijo que le gustaban mis nuevas orejeras.
Muchos sonrieron al escuchar eso
último, pero borraron su sonrisa cuando vieron la mirada seria de la profesora.
La profesora McGonagall le lanzó una mirada dura,
antes de hablar.
—Las lechuzas no son nada comparadas con los
rumores que corren por ahí. ¿Sabe lo que todos dicen sobre la forma en que
desapareció? ¿Sobre lo que finalmente lo detuvo?
Todos estaban expectantes a la
respuesta de esas preguntas.
Parecía que la profesora McGonagall había llegado
al punto que más deseosa estaba por discutir, la verdadera razón por la que
había esperado todo el día en una fría pared pues, ni como gato ni como mujer,
había mirado nunca a Dumbledore con tal intensidad como lo hacía en aquel
momento. Era evidente que, fuera lo que fuera «aquello que todos decían», no lo
iba a creer hasta que Dumbledore le dijera que era verdad. Dumbledore, sin
embargo, estaba eligiendo otro caramelo y no le respondió.
—Lo que están diciendo —insistió— es que la pasada
noche Voldemort apareció en el valle de Godric. Iba a buscar a los Potter. El
rumor es que Lily y James Potter están… están… bueno, que están muertos.
Lily chilló horrorizada y se abrazó a
un James que estaba como en shock, sus amigos estaban desconcertados. Y Snape
miro a la pelirroja y sintió un dolor punzante en su estómago al escuchar que
su gran amor secreto moriría.
—¡Eso no puede ser cierto! —gritó
Sirius, mirando fijamente a la pareja abrazada.
—Usted tiene que hacer algo, profesor
—dijo Remus, casi ordeno a Dumbledore.
—Cálmense chicos —dijo Lily con voz
quebrada.
—Nos pides que nos calmemos, cuando
se trata de sus propias muertes —dijo Sirius, alterado.
—Sirius, recuerda que esos libros son
del futuro —recordó Lupin—, y eso quiere decir que podremos cambiar el futuro.
Eso pareció calmar a todos, y les
dieron nuevas esperanzas.
—Sí, lunático tiene Sirius —dijo
James—, estaremos preparados esta vez —agregó.
Dumbledore inclinó la cabeza. La profesora
McGonagall se quedó boquiabierta.
—Lily y James… no puedo creerlo… No quiero creerlo…
Oh, Albus…
Dumbledore se acercó y le dio una palmada en la
espalda.
—Lo sé… lo sé… —dijo con tristeza.
La voz de la profesora McGonagall temblaba cuando
continuó.
—Eso no es todo. Dicen que quiso matar al hijo de
los Potter, a Harry (Lily y James estaban tan
desconcertados con el tema de su futura muerte, que al parecer se olvidaron por
un momento de su hijo. Pero lo recordaron cuando escucharon a la profesora
mencionarlo. Y un miedo se instaló en ellos). Pero no pudo. No pudo
matar a ese niño. Nadie sabe por qué, ni cómo, pero dicen que como no pudo
matarlo, el poder de Voldemort se rompió... y que ésa es la razón por la que se
ha ido.
Todos sonrieron por la noticia de que
el hijo de James y Lily no había muerto, todos, excepto los Malfoy y Snape.
Dumbledore asintió con la cabeza, apesadumbrado.
—¿Es… es verdad? —tartamudeó la profesora
McGonagall—. Después de todo lo que hizo… de toda la gente que mató… ¿no pudo
matar a un niño? Es asombroso… entre todas las cosas que podrían detenerlo…
Pero ¿cómo sobrevivió Harry en nombre del cielo?
—Sólo podemos hacer conjeturas —dijo Dumbledore—.
Tal vez nunca lo sepamos.
La profesora McGonagall sacó un pañuelo con
puntilla y se lo pasó por los ojos, por detrás de las gafas. Dumbledore resopló
mientras sacaba un reloj de oro del bolsillo y lo examinaba. Era un reloj muy
raro. Tenía doce manecillas y ningún número; pequeños planetas se movían por el
perímetro del círculo. Pero para Dumbledore debía de tener sentido, porque lo
guardó y dijo:
—Hagrid se retrasa. Imagino que fue él quien le
dijo que yo estaría aquí, ¿no?
—¿Hagrid? ¿Qué tiene que ver Hagrid
en todo esto? —preguntó Frank Longbottom,
—Recuerda, cariño, que Dumbledore le
tiene mucha confianza a Hagrid —le contesto su esposa.
—Es cierto lo había olvidado.
—Sí —dijo la profesora McGonagall—. Y yo me imagino
que usted no me va a decir por qué, entre tantos lugares, tenía que venir precisamente
aquí.
—He venido a entregar a Harry a su tía y su tío.
Son la única familia que le queda ahora.
—¿Qué? —gritó Lily—, ¿Por qué lo
llevo a vivir con mi hermana?
—Sí, porque en vez de llevarlos con
ellos, porque no lo dejo con mis amigos —reclamó James.
—Por algún motivo especial es que
tome esa decisión, señores —contestó Dumbledore, pensativo.
—¿Quiere decir…? ¡No puede referirse a la gente que
vive aquí! —gritó la profesora, poniéndose de pie de un salto y señalando al
número 4—. Dumbledore… no puede. Los he estado observando todo el día. No
podría encontrar a gente más distinta de nosotros. Y ese hijo que tienen… Lo vi
dando patadas a su madre mientras subían por la escalera, pidiendo caramelos a
gritos. ¡Harry Potter no puede vivir ahí!
Molly Weasley estaba anonadada con el
comportamiento de ese niño. Y de seguro los culpables eran los padres por no
darle educación, se decía Molly internamente.
—Es el mejor lugar para él —dijo Dumbledore con
firmeza—. Sus tíos podrán explicárselo todo cuando sea mayor. Les escribí una
carta.
—¿Una carta? —exclamó Lily molesta.
—¿Una carta? —repitió la profesora McGonagall,
volviendo a sentarse—. Dumbledore, ¿de verdad cree que puede explicarlo todo en
una carta? ¡Esa gente jamás comprenderá a Harry! ¡Será famoso... una leyenda…
no me sorprendería que el día de hoy fuera conocido en el futuro como el día de
Harry Potter! Escribirán libros sobre Harry… todos los niños del mundo
conocerán su nombre.
—Exactamente —dijo Dumbledore, con mirada muy seria
por encima de sus gafas—. Sería suficiente para marear a cualquier niño.
¡Famoso antes de saber hablar y andar! ¡Famoso por algo que ni siquiera
recuerda! ¿No se da cuenta de que será mucho mejor que crezca lejos de todo,
hasta que esté preparado para asimilarlo?
Lily se dio cuenta de que Dumbledore
tenía razón en ese punto, porque ser famoso siendo aún un bebé, no es nada
bueno para su hijo.
La profesora McGonagall abrió la boca, cambió de
idea, tragó y luego dijo:
—Sí… sí, tiene razón, por supuesto. Pero ¿cómo va a
llegar el niño hasta aquí, Dumbledore? —De pronto observó la capa del profesor,
como si pensara que podía tener escondido a Harry.
—Hagrid lo traerá.
—¿Le parece… sensato… confiar a Hagrid algo tan
importante como eso?
—A Hagrid, le confiaría mi vida—dijo Dumbledore.
—No estoy diciendo que su corazón no esté donde
debe estar —dijo a regañadientes la profesora McGonagall—. Pero no me dirá que
no es descuidado. Tiene la costumbre de… ¿Qué ha sido eso?
Un ruido sordo rompió el silencio que los rodeaba.
Se fue haciendo más fuerte mientras ellos miraban a ambos lados de la calle,
buscando alguna luz. Aumentó hasta ser un rugido mientras los dos miraban hacia
el cielo, y entonces una pesada moto cayó del aire y aterrizó en el camino,
frente a ellos.
La moto era inmensa, pero si se la comparaba con el
hombre que la conducía parecía un juguete. Era dos veces más alto que un hombre
normal y al menos cinco veces más ancho. Se podía decir que era demasiado
grande para que lo aceptaran y además, tan desaliñado... Cabello negro, largo y
revuelto, y una barba que le cubría casi toda la cara. Sus manos tenían el
mismo tamaño que las tapas del cubo de la basura y sus pies, calzados con botas
de cuero, parecían crías de delfín. En sus enormes brazos musculosos sostenía
un bulto envuelto en mantas.
—Hagrid —dijo aliviado Dumbledore—. Por fin. ¿Y
dónde conseguiste esa moto?
—Me la han prestado; profesor Dumbledore —contestó
el gigante, bajando con cuidado del vehículo mientras hablaba—. El joven Sirius
Black me la dejó. Lo he traído, señor.
—¡SÍ! ¡Lo oyeron, tendré una moto!
—gritó Sirius, Remus y James también se alegraron.
Snape gruñó.
—Señor Black, por favor no grité
—dijo McGonagall—, además todavía no tiene la moto.
—Por eso mismo, Minnie, no escucho lo
que dije —la profesora lo miro severa—. Yo dije tendré, no que la tengo.
McGonagall negó con la cabeza,
mientras Dumbledore sonreía.
—¿No ha habido problemas por allí?
—No, señor. La casa estaba casi destruida, pero lo
saqué antes de que los muggles comenzaran a aparecer. Se quedó dormido
mientras volábamos sobre Bristol.
Dumbledore y la profesora McGonagall se inclinaron
sobre las mantas. Entre ellas se veía un niño pequeño, profundamente dormido.
Bajo una mata de pelo negro azabache (James sonrió
al escuchar que su hijo había heredado el color de su cabello), sobre la
frente, pudieron ver una cicatriz con una forma curiosa, como un relámpago.
—¿Mi hijo tiene una cicatriz?
—exclamó Lily dolida—, ay, pobre de mi pequeño.
James la abrazo y le dijo:
—Cambiaremos su destino Lily.
—¿Fue allí…? —susurró la profesora McGonagall.
—Sí —respondió Dumbledore—. Tendrá esa cicatriz
para siempre.
—¿No puede hacer nada, Dumbledore?
—Aunque pudiera, no lo haría. Las cicatrices pueden
ser útiles. Yo tengo una en la rodilla izquierda que es un diagrama perfecto
del metro de Londres. Bueno, déjalo aquí, Hagrid, es mejor que terminemos con
esto.
Dumbledore se volvió hacia la casa de los Dursley
—¿Puedo… puedo despedirme de él, señor? —preguntó
Hagrid.
Todas las mujeres se enternecieron
por la por la acción de Hagrid, bueno menos Narcisa Malfoy, que no veía nada
bien que un hombre como él estuviera cerca a niños.
Inclinó la gran cabeza desgreñada sobre Harry y le
dio un beso, raspándolo con la barba. Entonces, súbitamente, Hagrid dejó
escapar un aullido, como si fuera un perro herido.
James y Remus sonrieron mirando a
Sirius que estaba serio por poner de ejemplo a un perro.
—¡Shhh! —dijo la profesora McGonagall—. ¡Vas a
despertar a los muggles!
—Lo… siento —lloriqueó Hagrid, y se limpió la cara
con un gran pañuelo—. Pero no puedo soportarlo... Lily y James muertos... y el
pobrecito Harry tendrá que vivir con muggles…
—Sí, sí, es todo muy triste, pero domínate, Hagrid,
o van a descubrirnos —susurró la profesora McGonagall, dando una palmada en un
brazo de Hagrid, mientras Dumbledore pasaba sobre la verja del jardín e iba
hasta la puerta que había enfrente (Todos le
reclamaron a Dumbledore por dejar al pequeño Harry en la intemperie. Dumbledore
no supo que contestar y solo se sonrojo ligeramente). Dejó suavemente a
Harry en el umbral, sacó la carta de su capa, la escondió entre las mantas del
niño y luego volvió con los otros dos. Durante un largo minuto los tres
contemplaron el pequeño bulto. Los hombros de Hagrid se estremecieron. La
profesora McGonagall parpadeó furiosamente. La luz titilante que los ojos de
Dumbledore irradiaban habitualmente parecía haberlos abandonado.
—Bueno —dijo finalmente Dumbledore—, ya está. No
tenemos nada que hacer aquí. Será mejor que nos vayamos y nos unamos a las
celebraciones.
—Ajá —respondió Hagrid con voz ronca—. Voy a
devolver la moto a Sirius. Buenas noches, profesora McGonagall, profesor
Dumbledore.
Hagrid se secó las lágrimas con la manga de la
chaqueta, se subió a la moto y le dio una patada a la palanca para poner el
motor en marcha. Con un estrépito se elevó en el aire y desapareció en la
noche.
—Nos veremos pronto, espero, profesora McGonagall
—dijo Dumbledore, saludándola con una inclinación de cabeza. La profesora
McGonagall se sonó la nariz por toda respuesta.
Dumbledore se volvió y se marchó calle abajo. Se
detuvo en la esquina y levantó el Apagador de plata. Lo hizo funcionar una vez
y todas las luces de la calle se encendieron (Los
Merodeadores no pudieron evitar sonreír al escuchar de ese artefacto, y
prometiéndose de que se encargarían de convencer a Dumbledore para que les
fabricara un desiluminador a casa uno), de manera que Privet Drive se
iluminó con un resplandor anaranjado, y pudo ver a un gato atigrado que se
escabullía por una esquina, en el otro extremo de la calle. También pudo ver el
bulto de mantas de las escaleras de la casa número 4.
—Mi pobre Harry —susurró Lily, al
saber que su hijo pasaría ahí toda la noche.
—Buena suerte, Harry —murmuró. Dio media vuelta y,
con un movimiento de su capa, desapareció.
Una brisa agitó los pulcros setos de Privet Drive.
La calle permanecía silenciosa bajo un cielo de color tinta. Aquél era el
último lugar donde uno esperaría que ocurrieran cosas asombrosas. Harry Potter
se dio la vuelta entre las mantas, sin despertarse. Una mano pequeña se cerró
sobre la carta y siguió durmiendo, sin saber que era famoso, sin saber que en
unas pocas horas le haría despertar el grito de la señora Dursley, cuando
abriera la puerta principal para sacar las botellas de leche. Ni que iba a
pasar las próximas semanas pinchado y pellizcado por su primo Dudley… No podía
saber tampoco que, en aquel mismo momento, las personas que se reunían en
secreto por todo el país estaban levantando sus copas y diciendo, con voces
quedas: «¡Por Harry Potter… el niño que vivió!».
La profesora cerró el libro.
—Ahí termine el primer capítulo
profesor —dijo.
—Bien, mañana continuaremos, ahora ya
es tarde para seguir leyendo —dijo mirando su reloj—. Sus habitaciones están al
fondo, cada habitación tiene sus nombres. Buenas noches a todos.
Dumbledore se dirigió a su habitación
y los demás hicieron lo mismo que él.
Al final los únicos que se quedaron
todavía sentados fueron los merodeadores y Lily.
—Me parece increíble todo eso que
pasará —dijo Lupin.
—Sí, lunático, pero como tú mismo
dijiste, todo eso nos ayudara para cambiar nuestro futuro —dijo James parándose
y ofreciéndole una mano a su novia para ayudarla a levantarse—. Buenas noches,
chicos —se despidió y empezó a caminar hacia sus habitaciones.
—¿Y a ti que te pasa? —le preguntó
Lupin a Sirius—. Te has quedado callado, cuando en toda la lectura has estado
interrumpiendo a la profesora.
—Ah, nada, es que solo me quede
pensando en mi futura moto —canuto le sonrió a su amigo.
—De todo lo que has escuchado a ti
solo te preocupa tu futura moto, canuto —Remus lo miró serio.
—Por supuesto que no lunático,
también me preocupa eso de la… muerte de cornamenta y la pelirroja y por
supuesto que también me preocupa la suerte del pobre de mini cornamenta.
—Bien, creo que todos estamos
preocupados por eso, pero lo cambiaremos, ¿verdad? —dijo Remus.
—Claro —contestó Sirius, esperanzado.
Después de esa pequeña charla, ambos
amigos se dirigieron a sus habitaciones.
Llegaste a actualizar capitulo o solo pusiste la foto del tercer libro?
ResponderEliminarMe es muy divertida la historia. Continúa escribiendo, por favor. Ya esta es mi segunda vez
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